Por María Elena Vallés
Dicen por ahí que las adaptaciones cinematográficas desmerecen siempre de las “madres literarias” que las originaron. El caso es que El camino de los ingleses creo que no es una excepción en la historia del cine, porque si no, es imposible comprender por qué la novela de Antonio Soler fue premiada con el Nadal hace dos años -aunque uno ya no puede fiarse tampoco de los galardones literarios. Si no, que se lo digan a María de la Pau Janer y a su Planeta.
Lanzados ya los dardos envenenados, algo que sí que hay que apuntar son algunos aciertos y buenas intenciones de su director, Antonio Banderas. El malagueño parece que se ha empapado del cine de la Nouvelle Vague en algunas escenas de la película, teñidas de un estilo frío, bello y distante para crear atmósferas de rareza. Los símbolos poéticos están muy presentes en la cinta y en este sentido es fiel con la carga de imágenes que también contiene la novela inspiradora de la película. El problema estriba en la saturación de esas imágenes y en el hecho de que en algunos momentos es difícil encontrarles una justificación. Su gratuidad a veces se hace demasiado evidente. Las ensoñaciones de Miguelito (Alberto Amarilla) en el hospital pueden llegar a hartar al espectador en algunos momentos, aunque no deja de ser cierto que Antonio ha demostrado que realmente sabe filmar y que gestiona a la perfección la luz que ilumina los espacios de su Málaga natal.
Guiños intertextuales también se dispersan por el segundo trabajo de Banderas: el primer plano de las flores y la cámara lenta del principio traen a la memoria las primeras escenas de Blue Velvet de David Lynch, aunque indudablemente éste justifica mucho mejor que Antonio los símbolos que encontramos dentro de sus filmes.
La coherencia del texto audiovisual se hace patente no sólo en la técnica usada y en el montaje, sino que también está en consonancia con la trama, que cuenta la historia de Miguel Dávila y su grupo de amigos. El argumento se hilvana en torno al paso de la adolescencia a la madurez de esta cuadrilla en el contexto de Málaga en los años 70. El acierto estriba en que en la película no hay alusiones a las convulsiones políticas de la época. No se trata de un filme neorrealista sino que, siguiendo con esa estética abstracta, parece que los personajes han quedado aislados en una burbuja atemporal, que es ese verano que va a cambiar sus vidas. Y todo ello, hecho desde el simbolismo poético del destino de la vida, sin meterse demasiado en el drama, manteniendo siempre las distancias gracias a uno de los personajes que hace de puente y mediador entre ese grupúsculo de amigos y el espectador: el Garganta (Fran Perea), que no es más que un chico del barrio que quiere ser locutor de radio y que va plasmando la historia de los chavales jugando con el don de la palabra.
Citando textualmente a Antonio Banderas: “El camino de los ingleses es el camino de la memoria, de las pasiones tempranas y de las preguntas sin respuesta”. Todo un ejercicio de profundización en historias de búsqueda personal a ritmo de poesía audiovisual.
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