miércoles, 28 de marzo de 2007

'Inland empire': la pérdida del sentido de la realidad



Por Ceci Díaz


Tras una larga e interminable espera, en la cual se auguraba un desenlace catastrófico para que la última producción de Lynch se estrenase en nuestro país, al final, y me encaminaría a decir, casi por azar, Inland Empire llegó a nuestras salas.
El film trae polémica desde su estreno en el festival de Venecia, la gente se quedó perpleja ante una obra absolutamente lynchiana de tres horas de duración, que despertó las iras a más de uno. Pero la cosa no quedó ahí, después tuvo que enfrentarse a una dura y obvia guerra con las distribuidoras que se negaban a comercializarla con semejante duración, y que no veían un futuro económicamente prometedor en ella. Superados los mil y un obstáculos que la industria cinematográfica se empeña siempre en poner al director, y a tantos otros, Inland Empire salió airosa, sin duda no con la repercusión y fuerza de su precesora Mulholland Drive, pero salió.
Es de sobra sabido que a Lynch o lo amas o lo odias al extremo, no existen las medias tintas a la hora de enfrentarse a su obra. No deja indiferente a nadie, y esto es digno de una valoración positiva. Inland Empire lleva esta máxima al extremo. Sin duda, este es el film absoluto de Lynch, la compilación definitiva de su imaginario, sus formas, técnicas y visiones. En definitiva, de su mundo.
Cinco años separan Inland Empire (2006) de Mulholland Drive (2001), pero en términos creativos no están tan distanciadas como se supondría. Inland Empire se presenta casi como una continuación de la brillante Mulholland Drive en muchos aspectos. Para empezar en la temática, el cineasta retoma ese metalenguaje que tanto le caracteriza: el cine dentro del cine. La historia nos cuenta la vivencia de una actriz, interpretada genialmente por Laura Dern, a la que acaban de otorgar el papel protagonista en una nueva producción. Ésta es un remake de un film inacabado fruto de una maldición que trajo como consecuencia el misterioso asesinato de sus protagonistas. En su anterior film, Lynch nos introducía también en los estudios de Hollywood de la mano de una aspirante a actriz, esta se veía involucrada en una serie de acontecimientos extraños que rodeaban la industria cinematográfica. Por lo tanto, el director nos vuelve a dejar patente esa voluntad crítica con la industria, el modelo de Hollywood y las grandes productoras. Una crítica a ese control desmesurado que limita las obras y ningunea a los directores. Donde todas y cada una de las decisiones están medidas en términos económicos y no artísticos.
Si en Mulholland Drive la supuesta historia principal se metía a modo de sueño dentro de otra historia. En Inland Empire el bucle roza lo humanamente comprensible, al menos con un solo visionado. El metalenguaje cobra tal magnitud, que nos hallamos viendo una película sobre el rodaje de una película donde a su vez existe otra película dentro de ésta, que alguien, además de nosotros como espectadores, está viendo. Una espiral sin retorno que nos expone rotundamente los difusos límites entre la realidad y la ficción, y como una y otra se van superando a sí mismas de un modo totalmente surrealista y fascinante. Además de jugar con la figura del espectador y, por lo tanto, con la información que éste tiene. Es por ello que subyace esa voluntad de desenmascarar y dotar de importancia a los engranajes de cómo se construyen las cosas, más que el propio sentido de las cosas. Es decir, Inland Empire es una especie de ensayo cinematográfico sobre la creación: el cómo supera al qué a la hora de buscar un sentido clásico a la obra final, además de haber sido rodada con un guión abierto. Pero no por ello, se trata de un film arbitrario donde la técnica no deje lugar relevante a lo que se cuenta. De igual modo que sucedía en Mulholland Drive, todo tiene un sentido y un porqué, y absolutamente nada es casual. El film está plagado de una simbología extraordinaria que nos va lanzando claves: personajes “conciencia” (la anciana que aparece al comienzo de la película, el supuesto hijo del final, los hombres de traje, el supuesto detective…), objetos fetiche (la televisión, las puertas, los escenarios con escaleras interminables medio derruidos,…), frases clarificadoras (“¿entiendes lo que te digo?”, “todo acto tiene sus consecuencias”,…), etc. Elementos que van encajando en el puzzle lynchiano y que asemejan tanto a una obra cubista en su resultado final, como a una obra hiperrealista, vista por fragmentos. La temática, por tanto, se extrae a pedazos y poco a poco nos damos cuenta de qué se nos quiere transmitir. El miedo del miedo, la sensación desgarradora de volverse loco, de perder el sentido, la dura tarea de enfrentarse a la realidad y tener conciencia de que esa es la verdadera realidad, etc. Son temas con los que Lynch nos aplasta los cánones y lo políticamente correcto, de un modo atrayente, perverso, enigmático, terrorífico, sexual y, sobre todo, desconcertante y maquiavélico, que mantienen al espectador en vilo, sin descanso, durante tres horas.
De un modo quizás más anecdótico, el film esconde más conexiones con Mulholland Drive: desde una escena lésbica (aunque con menos intenciones “morbosas” que la protagonizada por Naomi Watts y Laura Harris), un cameo de la mencionada Harris en los créditos finales, hasta que entre el reparto de nuevo se encuentre Justin Theorux, ahora encarnando a un actor, pero siempre metido en el engranaje de las producciones cinematográficas, que parece ser el nuevo “alter ego” de David Lynch.
Pero el film, como en un principio se comentó, se puede ver como una síntesis de la obra global del polémico director, por lo que las referencias a sus anteriores trabajos son infinitas: Rabbits (2002) serie de cortometrajes, Carretera perdida (1997) y Terciopelo Azul (1986), están más que presentes en diversos aspectos y en ocasiones de modo muy obvio. Aunque, Inland Empire finalmente resulta única y original, y sobradamente potente, algo que contrasta con la poca repercusión que ha tenido hasta ahora. Lo cual anima a cuestionarse ciertos aspectos, a estas alturas ¿el espectador todavía no está preparado para tanta intensidad de una forma tan desconcertante?, ¿nos habremos amoldado de forma exagerada a un modelo masticado que incluso ya empieza a notarse en el denominado cine de autor?, ¿será que los tiempos que corren no nos dejan lugar para asistir a un espectáculo introspectivo de magnitudes dantescas? ¿O será que ya no tenemos la suficiente voluntad como para darle vueltas y más vueltas a los ítems que Lynch nos va lanzando?
Inland Empire cuestiona precisamente todo esto, pero metamorfoseándose como sólo Lynch sabe hacerlo. Una atmósfera de suspense, típica de sus obras, que abraza al espectador y no lo suelta en ningún momento, lograda no sólo por la desorientación temática, sino también por esa magistral utilización del sonido (donde la mano de Lynch está directamente vinculada), y donde por primera vez no se echa de menos a Badalamenti, pero quedan plasmadas sus enseñanzas y estilo en toda la banda sonora; y una dirección de fotografía soberbia, apabullante, que recuerda a los trabajos de la fotógrafa Diane Arbus, por lo desgarrador de la cotidianeidad que va revelando miserias humanas. Personajes perturbados, perdidos en una sociedad superficial y materialista, inscritos en un decorado que denominaríamos kitsch, y que en definitiva nos muestra lo grotesco. Personas sin rostros, manos que nos guían por la escena, figuras y siluetas, sombras, contraluces, fogonazos, etc. El sol y la sombra más contrastados que nunca, acompañando a una dirección artística de excesos que continúa ese juego de contrarios y contrastes: el barroquismo de la riqueza ostentosa, enfrentado directamente a espacios decadentes, suburbios y habitaciones propias de moteles de carretera. Físicamente la película es un laberinto donde los personajes reales y los ficticios se pierden junto con los espectadores reales y los ficticios. Donde en ocasiones, sin querer volvemos a un mismo punto fruto de la desorientación, y a partir de ahí recomienza un nuevo camino, un nuevo bucle que nunca podremos predecir dónde desembocará. Y todo esto condimentado con esa desagradable (¿por qué no?) sensación visual que otorga el formato digital elegido por Lynch (harto, según él de rodar en cine), un realismo que le aleja de la presuntuosidad y perfección de la imagen cinematográfica, pero que se aprecia coherente con la obra.
Finalmente, Inland Empire, no se queda en un espectáculo lynchiano de luces, desconciertos, y sonidos enigmáticos, un casting magnífico que resulta en un trabajo de actores realmente gratificante. Laura Dern se muestra camaleónica, fascinante, transformándose hasta cinco o más veces durante la película, incluso interpretándose a ella misma, en otra suerte de metalenguaje que llamaré actoral. Además, de un estupendo efecto que ha tenido el paso del tiempo por ella, más madura, creíble, aunque sin llegar a despojarse del todo de ese espíritu naïf y soñador que la hacen tan especial. Junto a ella un rotundo Jeremy Irons en el papel de director entusiasta; Justin Theorux que parece sustituir a Bill Pullman en personajes con ese punto seductor y atrayente. Y una sorprendente Julia Ormond en el papel de Doris, otro personaje tremendamente enigmático y desconcertante del film.
Inland Empire comienza dejando entrever el título a través de la luz intermitente y tan característica de un proyector de cine, de esta manera tan reveladora Lynch nos regala la obra más personal y experimental de su carrera. Un trabajo logrado, fascinante y denso, muy denso, plagado de incógnitas, símbolos y claves sobre el universo Lynch. Por tanto, no es sólo un film, es un diario de su imaginario, y de su especial, singular y original forma perturbadora de ver el cine, y en definitiva el mundo. Y sobre todo, un decálogo de sus dotes de genio del cine, ya que nadie, excepto él, podría transmitirlo de esa forma.

viernes, 23 de marzo de 2007

'Psicosis': vamos de paseo




Por Francisco de la Maza

Hacia mediados y hasta fines de los años cincuenta el cine de terror se venía alimentando de manera un poco exagerada de los monstruos de carácter sobrenatural, explotando los temores paranoicos y psicóticos a través de las criaturas más bizarras que podían venir desde los más recónditos lugares del universo. Tal es el caso de muchos filmes (algunos de ellos memorables) como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) o El ataque de los cangrejos monstruo (1957), cintas que hoy, si bien pueden ser de culto, provocan tanto terror como carcajadas. En este escenario, Alfred Hitchcock -ya entonces conocido como el maestro del suspense- se embarca en un proyecto que él mismo define como una “experiencia” en el libro que le consagró François Truffaut (El cine según Hitchcock), ya que con un presupuesto de ochocientos mil dólares (no mucho, ni siquiera para una producción de esa época) se decidió a producir y dirigir este terrorífico largometraje bajo las mismas condiciones de una producción televisiva. Y bien que lo logró, porque utilizando un equipo de televisión para rodar con mayor rapidez, y sólo haciendo más lento el rodaje en un par de escenas (como la de la ducha), logró lo que fue su mayor éxito comercial hasta esa fecha (con una recaudación cercana a los trece millones de dólares), y por si fuera poco, expuso ante millones de ojos la película que cambiaría totalmente el rumbo que, hasta ese minuto, seguía el género que pretende quitarnos el sueño.

Todo esto se debe en gran parte a que Psicosis saca a la luz una arista del terror absolutamente atípica a lo que se venía explorando hasta la época. Si bien sus antecesoras pretendían asustarnos llevando el origen del objeto del terror a lugares muy lejanos y fantásticos, Psicosis se empeña en traerlo lo más cerca posible de nosotros para insertarlo en la propia mente del ser humano, en donde menos se nos ocurriría buscarlo (en ese entonces), escondido bajo el camuflado manto de la inocencia y la timidez de un Norman Bates que a simple vista queda libre de toda sospecha.
Además, el filme no se queda sin tocar algunos de los temas más recurrentes de Hitchcock, como la relación madre hijo, y de pasada poner en relieve uno de los tabúes más sólidos de la cultura occidental y sobre todo del cine Hollywoodiense de la época: el sexo. Pero como dijo Jack el Destripador (que algún parentesco tendrá con Bates) vamos por partes.

La película comienza a construirse a partir de la historia de Marion Crane (Janet Leigh), que para la época no es ninguna santita, digámoslo, es más bien una zafada que está involucrada en una situación absolutamente inmoral como lo es el adulterio – amén-.
Podemos verla en sostenes a la hora del almuerzo, dejando de lado la comida -vemos los sándwiches intactos- para entregarse a los placeres carnales. Y hasta aquí somos meros espectadores, porque no hemos tenido ni siquiera un primer plano, ni de ella ni de su amante, y aunque se nos ha dicho poco, se nos ha mostrado bastante. Y aquí hay otro aspecto notable de la película. Este es un film de muy pocas palabras, donde la cámara y la puesta en escena tienen un papel muy importante en la narración, a veces confundiendo al espectador y otras jugando con él, pero siempre entregando mucha información.
En el minuto en que Marion tiene frente a sus narices la solución a todos sus problemas y se decide a robar los cuarenta mil dólares, bien sea porque es viernes y un fin de semana es propicio para el comienzo de una nueva vida, o por las muchas razones que Hitchcock ha insertado minuciosamente para hacernos consentir el robo - como el hecho de que el dinero sea de dudosa procedencia- la cosa cambia. Ahora somos cómplices, y con cada primer plano de nuestra protagonista logramos hacernos cada vez más partícipes del delito. Con esto, Hitchcock nos tiene justo donde nos quiere, nos hace experimentar la paranoia a partir de la posibilidad de que el jefe nos haya descubierto, nos hace sentir miedo cuando vemos el auto del policía persiguiéndonos, y así, nos maneja a su antojo.

Cuando la protagonista, acosada por sus pensamientos y obligada por la lluvia, se detiene en el motel Bates, nos encontramos ante un paisaje poco común en las películas de Hitchcock. La casa de Norman Bates. Y es que ésta nos recuerda inevitablemente a una casa embrujada, tomando inmediatamente protagonismo por su aspecto fantasmagórico - aunque ya habíamos visto un toque espectral en Vértigo, aquí estamos hablando de algo mucho más radical-, incluso antes de que arroje por su puerta a Norman. El tímido, simpático y psicópata muchacho, aficionado a los pájaros y a la taxidermia, con quien Marion tendrá una conversación donde cada uno escarba en sus propios problemas para concluir en el aparente arrepentimiento de Marion, y de paso dejar en evidencia los trastornos del pobre y reprimido propietario del motel.

No es necesario contar mucho sobre lo que sucede después, ya que habría que haber vivido unos 57 años en algún lugar incomunicado del planeta para no saber que a lo anterior se suceden: una ducha y el asesinato más manoseado de la historia del cine.
Sí cabe mencionar que el poder de esta escena hace que le quitemos atención a la que le sucede, que es tan o más importante, ya que la razón principal por la cual Alfred Hitchcock filmó la película en blanco y negro fue para que la sangre se viera como manchas negras, y es en esta escena donde se justifica la opción. En el diccionario hitchcockiano de símbolos, la mancha es un mecanismo de transferencia de culpa. Hay un ejemplo muy claro de esto en El Hombre que Sabía Demasiado, film anterior del director, en donde hay una escena en que un hombre maquillado de negro muere en los brazos de James Steward, haciendo que las manos de este último queden manchadas con el maquillaje. En ese minuto él queda atrapado, no tiene más salida que involucrarse en una conspiración de carácter internacional. En Psicosis, cuando Norman limpia las manchas de sangre del baño, está limpiando su propia conciencia, sus culpas. Por otro lado y mientras tanto, nosotros nos acomodamos, aceptamos nuestro destino, y por ende ayudamos a que éste ocurra, todo en un drástico cambio de perspectiva que nos hace ahora cómplices de Norman.

Cabe a estas alturas mencionar que el reparto está muy bien en su trabajo, empezando por Anthony Perkins, quien, según dicen, quedaría marcado para siempre con este personaje – a pesar de haber participado después en otra obra maestra como El Proceso-, participando en la mayoría de los proyectos posteriores que tuvieron que ver con Psicosis. Pero nunca estuvo tan bien como aquí, donde con un aire absolutamente inofensivo, logra una interpretación soberbia del lobo con piel de oveja.
En cuanto a Janet Leigh, está notable en un papel clave, ya que con este filme Hitchcock rompía el tabú de que la estrella, se quedase o no con el héroe, estuviese viva hasta el final de la película.
Los personajes no se sujetan al típico esquema de buenos y malos, son más bien personas con problemas reales, con bastante más miserias que grandezas. Pero a pesar de lo bien que están las actuaciones, quizás lo único que se le pueda criticar al filme radica precisamente en algunos de los personajes, y es que una vez nuestra protagonista está sumergida bajo las negras aguas, entran rápidamente en escena: el amante de Marion (John Gavin), la hermana (Vera Miles) y el detective Arbogast (Martin Balsam). Éstos no están tan desarrollados como Marion y Norman, además, la película no se explaya mucho con ellos, haciendo que el tramo final parezca en cierta medida un poco forzado, con la pistas del tipo papelito en el W.C., que son las que les encantan a los “verosímiles” amigos de Hitchcock, y aunque es probablemente lo único que se puede considerar como una debilidad, el buen trabajo de A. Perkins, sumado al nivel de pulcritud que alcanzan aquí todos los elementos presentes en una película, hacen que esta carencia pase a segundo plano.

La película contiene todos los rasgos hitchcockianos. Tenemos la mujer rubia, la represión sexual y la ya mencionada relación entre madre e hijo (temas freudianos recurrentes en su filmografía), el humor negro, el MacGuffin (los 40 mil dólares), el falso culpable, los asesinatos, y sobre todo la maestría con la que Hitchcock es capaz de generar suspense sin necesidad de recurrir a lo explícito (ni siquiera en la escena de la ducha).
Mención aparte merecen la fotografía en blanco y negro a cargo de John L. Rusell, que le confiere a la película un tono general más oscuro y lúgubre dotándola de un terror adicional que realza el misterio y la claustrofobia en el ambiente de muchas escenas (en especial las del motel Bates). La banda sonora de Bernard Herrmann (únicamente de cuerda) acompaña perfectamente a las imágenes, ya que más que sugiriendo, va advirtiendo de el peligro que se acerca, para alcanzar sus cotas más estridentes en las escenas donde la demencia se hace explícita (como la de la ducha o el descubrimiento del cadáver de la madre). Es con esto un claro ejemplo de lo que la música supone para el cine, hay una compenetración tan lograda entre Herrmann y Hitchcock que recordar esta película implica recordar su banda sonora.
Sobre los créditos de Saul Bass, hay que mencionar que haciendo uso casi únicamente de barras grises sobre fondo negro -de las cuales se van extrayendo los nombres de los protagonistas- logra transmitir muy bien lo que será la atmósfera del film, ya que el diseño, además de tener los colores de la película, se va encajando perfectamente con los acordes de la banda sonora, dándonos un claro aviso de la gravedad y la tensión de lo que luego vamos a presenciar.

Para resumir, si es que se puede, Psicosis es una observación de la paranoia y un estudio de la personalidad turbada de un hombre aparentemente inofensivo, donde la represión sexual es el origen de la maldad en su forma más pura. La casa de Norman, la habitación de la madre en el piso superior y el subterráneo,
son espacios físicos donde se oculta el mal, lugares donde el sexo (no olvidemos, el mecanismo de reproducción humana) está callado, embalsamado y el motel es un espacio que se presta precisamente para llevar a cabo actos inmorales como el adulterio (no por nada la película empieza en un motel con un acto de este tipo). La película es una experiencia donde el director, además de dirigir la obra, dirige al público, haciéndonos experimentar las sensaciones de los protagonistas tanto desde la observación como desde la participación, un verdadero paseo donde Alfred Hitchcock nos lleva por donde él quiere. En todo caso y desde cualquiera de estos puntos de vista es una obra muy compleja, donde se requiere que estemos alerta a detalles aparentemente insignificantes. Nada es casual y tras cada movimiento, frase o cualquier elemento hay algo que contribuye, la mayoría de las veces subliminalmente, a la ambientación del film: los colores (o bien el hecho de que sea en blanco y negro), los reflejos, el orden secuencial, los diálogos aparentemente triviales, etc.
Cabe destacar el monólogo de la escena final (la “madre” de Norman y la mosca), perfecto para cerrar la sublime, excitante, alucinante, soberbia, excelsa, gloriosa, deslumbrante, memorable, imborrable, maravillosa, única e inefable experiencia que supone ver esta aventajada, brillante y grandiosa obra maestra.

¿Qué más? Increíble, magistral y hordas de adjetivos pomposos (muchos que desconozco, pero de los que sin duda Quim Casas habrá leído).

domingo, 11 de marzo de 2007

'Flores rotas': minidosis de poética minimalista







Por Silvia Badia


Los detractores de Jim Jarmush tildan su cine de lento y falto de acción, en cambio sus incondicionales alaban esas mismas premisas. Quizás no usarían los citados adjetivos y los cambiarían por cine tranquilo, reposado, minimalista. ¿Qué hace pues que el mismo concepto cinematográfico pueda ser valorado positiva o negativamente? El hecho de que a unos los conduce al más absoluto aburrimiento, mientras esperan un desenlace que nunca llega. En cambio, otros disfrutan del tempo y la “no acción” de la película, tan a contracorriente del cine americano made in Hollywood actual. Y digo cine americano hollywoodiense porque el cine del director que nos ocupa no está tan lejos del cine de Wim Wenders. Aunque es verdad que ambos beben del cine europeo. Jarmush ha reconocido inspirarse en Godard, Antonioni, Bresson, Dreyer, pero también en Ozu o Mizoguchi. Así, su cine no es típicamente americano en cuanto al estilo o a la forma, pero al mismo tiempo retrata personajes muy americanos y da protagonismo al paisaje (americano) que le rodea.

Flores rotas lleva el sello de su director. Una peripecia mínima, el gusto por los detalles, la atracción por la palabra y sus silencios. El cómo se dice una cosa, más que lo que se dice. El efecto que producen las palabras en el oyente. Lo que se calla y se omite. Los sentimientos a la hora de expresarse. A eso se enfrenta el protagonista, Don Johnston (Bill Murray), cuando emprende una road-movie en busca de la madre de su supuesto hijo. Visita a cuatro de sus ex con la esperanza de descubrirlo. Una cámara observa al héroe y lo acompaña en su viaje, casi de manera voyeurística. A veces la cámara es estática, sobre todo en los planos dentro de las casas, para dar profundidad a la escena y encuadrar a todos los personajes: a los que hablan y a los que escuchan, y así poder leer sus caras. La película está planteada argumentalmente como un misterio, por lo que la cámara se fija en pequeños detalles, a menudo objetos que pertenecen a las diferentes mujeres. Pero nunca incide en un paisaje concreto, más bien deja que las localizaciones hablen por sí mismas, fluyan. Las escenas discurren por el estado de New Jersey, a través de frondosos bosques. Sigue fiel a sus blackouts para marcar las escenas sin tener que cortarlas y poder expresar así el paso de las horas. Es efectivo y va en consonancia a su idea de dejar discurrir la escena, no cortarla. La luz exterior contrasta con la penumbra de la casa de Don. El protagonista pasa de “estar muerto” a “estar vivo”, de resignarse a seguir vivo a sentirse vivo de nuevo porque enfrentándose a su pasado se enfrenta a su presente y cambia su actitud ante el mundo. El falso argumento de comedia romántica, tampoco cuaja como trama detectivesca, hallándonos al fin ante una historia de introspección psicológica. La acción es interior, no exterior.
Las flores –rotas- son una metáfora del estado de ánimo del personaje, contrastando con los preciosos ramos que regala en sus visitas. El autor desecha ciertos clichés de género, pero incorpora otros en lo que se refiere a pequeños detalles: el color rosa en todo lo que concierne al universo femenino, empezando por la carta, pasando por el albornoz, el móvil, la tarjeta de visita, la máquina de escribir o la moto, y por supuesto las flores. Toda la iconografía femenina es rosa. Otro cliché recae en los nombres de los personajes: Lolita (para referirse a una lolita), Don Johnston (y el equívoco con el guaperas Don Jonson) o Winston (doble referencia al vecino que quiere ser detective y a un perro con poderes sobrenaturales). Un tercer cliché consistiría en enfatizar la idea de don Juan a través de una película en televisión.Todo ello son guiños del humor que presenta la película. No es una comedia al uso, no hay gags que busquen la carcajada, sino la sonrisa (cómplice).

En el libro Jim Jarmush. Interviews, el editor constata que Jim dice ser cada vez más flexible respecto a su celo por la pureza y el minimalismo de las estructuras y también respecto a su escepticismo en cuanto a los movimientos de cámara –piensa que distraen al espectador-, y como no, por lo que a la música extra-diegética se refiere. Pero la verdad es que éste sigue siendo el corpus de su cine, la columna vertebral que lo apuntala. No he hablado de la música, harto esencial en el cine del director. El film contiene en todo momento música diegética, a excepción de los primeros minutos del film, que abre con There is an end, canción que acompaña la carta anónima en su recorrido hasta el destinatario. Había que ambientar este proceso de alguna manera…
Y es la única licencia que se permite. En todos los demás casos, la música surge de la situación de los personajes y los caracteriza, dice mucho de ellos, o del momento que están viviendo. Don escucha música clásica –un réquiem para más INRI- o instrumental, en el salón de su casa, solo, a oscuras; pero al volante de su coche viaja a ritmo jamaicano por consideración de su vecino.

Las películas de Jim Jarmush tienen algo triste y bello, no en vano él se define como poeta. Suelen mostrar a alguien perdido o que no encaja en el mundo que le rodea.
Don está magníficamente interpretado por Bill Murray, quien hace un ejercicio de contención. El chándal es su atuendo durante buena parte del metraje y sólo se pone el traje cuando inicia su aventura. Maravillosas están sus partenaires femeninas, destilando encanto y saber hacer.

El director ha admitido influencias de su amigo Wim Wenders, y a mí me da por relacionar conceptualmente, que no visualmente, Flores rotas con París-Texas. Dos road-movies, dos películas atípicamente americanas en términos narrativos pero de ambiente profundamente americano. Dos héroes hieráticos llevando el peso de la película, dos paisajes que hablan por sí mismos, la importancia de la música, el gusto por los detalles, el discurrir de las escenas, y en última instancia el hecho de salir en busca de una mujer para reconciliarse con sí mismos. Si bien es verdad que difieren de tono, con tintes trágicos la última.
En definitiva, una propuesta para saborearla despacio e intensamente.

lunes, 5 de marzo de 2007

'My baby shot me down' (Kill Bill)




Por Lulú Sánchez


MY BABY SHOT ME DOWN
Kill Bill Vol. 1 y Vol. 2 (2003-2004)
Quentin Tarantino

Kill Bill es una encarnizada venganza.
Así, con tan solo un par de palabras, podría ser descrita una de las cintas más sanguinarias en la historia de Hollywood sellada por Quentin Tarantino.
Pero dejarlo ahí sería trivializar la complejidad de un cerebro cinéfilo que funciona como un crisol de la Gran Escuela del Cine de Artes Marciales, el anime y los westerns italianos; y que permite recrear un nuevo mundo cinematográfico de la más sanguinaria violencia y fascinación perversa.
El argumento de esta historia se cuenta en unas cuantas lineas: Mamba Negra (interpretada por Uma Thurman), integrante del Escuadrón de Asesinato de Víboras Mortíferas, decide retirarse del negocio y sin avisar al jefe de la banda, Bill (interpretado por David Carravine), empieza una nueva vida que no tarda en ser perturbada por sus anteriores compañeros. Atacada en el ensayo de su boda, Mamba Negra recibe un disparo en la cabeza que la deja en coma durante cuatro años mientras que el resto de los presentes en el ensayo son asesinados sin la mínima piedad. El despertar tras el coma marca el inicio del anunciado objetivo: matar a Bill.
Aunque este es el significado literal de la frase en inglés Kill Bill, existe también la interpretación de la palabra “bill” como “factura” y así el título juguetea con otra traducción que es: “Pagando Deudas”.
La interpretación del título en japonés toma un matiz más, ya que en ese idioma el título se lee como Kiru Biru, en el que el verbo Kiru significa cortar o rebanar, como con una katana.
Pero estas curiosidades son apenas las primeras joyitas que se pueden ir encontrando a lo largo de los dos volúmenes de Kill Bill y que permiten etiquetar la obra de Tarantino como Cine de Autor, que en su caso están selladas principalmente por la estructura no lineal de su narración.

La influencia asiática y el género de acción
El drama de gangsters Battless Without Honor and Hummanity, de Kinji Fukasaju sobre el declive de un clan Yakusa, se postula como una de las mayores influencias en la realización de Kill Bill.
Sin embargo las referencias al cine asiático pueden ser interminables, ya que en esta película Tarantino refleja toda aquella influencia que de niño adquirió con el boom del kung-fu de los setentas y de la Gran Escuela del Cine de Artes Marciales, en la que los Hermanos Shaw fueron sus imprescindibles.
Pero más allá de la influencia asiática en la trama y el estilo visual, Tarantino crea papeles que se convierten en homenajes para tres de los actores legendarios del género de las artes marciales: Sonny Chiba (quien interpreta a Hattori Hanzo, el famoso experto en espadas del cine japonés), Gordon Liu Chia-Hui (quien interpreta a Pei Mei “el monje de cejas blancas”) y David Carradine (como Bill, el protagonista de la cinta y que es considerado como uno de los actors que más aportó en la historia del cine para que los occidentales entendieran lo que significa el Kung Fu).
Entre líneas se va haciendo también un especial homenaje a Bruce Lee, con la aparición de detalles que lo caracterizaron en su trabajo cinematográfico.
Pero el cine asiático tiene un compañero, ya que el sabor del spaguetti western está tan presente, al grado de que algunos aseguran que si el realizador italiano Sergio Leone hubiese realizado alguna vez una película de artes marciales, sin duda hubiese sido muy parecida a Kill Bill.
Por la referencia a diversos géneros cinematográficos, la etiqueta Cine de Género también suele ser colocada a ojos cerrados en las películas de Tarantino. Sin embargo el clasificar Kill Bill como una película de acción no puede ser un error, ya que más que en sus anteriores cintas, el cine de acción es la línea que sigue de principio a fin.

La estrategia de los dos volúmenes
Algunos la tachan de mera estrategia mercadológica. Y aunque esa fue la principal razón por la que Miramax –la productora de la cinta- planteó dividir Kill Bill en dos volúmenes, la estrategia vino acompañada de una impactante separación de estilos, estrategias narrativas e influencias cinematográficas.
La diferencia más evidente, y en mi opinión interesante, se encuentra en que la primera parte aparenta ser sólo una masacrante y sangrienta historia en la que nada parece tener sentido, mientras que en la segunda parte se explica y sustenta la tan sanguinaria sed de venganza que mueve a la protagonista (Uma Thurman), que en reiteradas ocasiones provoca que el espectador separe su vista de la pantalla.
Las diferencias en el cine asiático son otro punto que marca distinción en cada uno de los volúmenes.Las artes marciales en China y Japón tienen sus simbólicas diferencias y mientras en la primera parte las referencias al cine asiático de Japón son el platillo fuerte; en la segunda parte China es la que domina.
Para explicarlo, tanto los críticos como los seguidores del cine asiático, se fundamentan en que en el primer volumen el personaje de Hattori Hanzo (el fabricante de espadas interpretado por Sonny Chiba) se encarga de recrear el mundo de las artes marciales de Japón, mientras que en la segunda parte el monje “de cejas blancas” Pei Mei (interpretado por Gordon Liu) aporta lo respectivo a China.
Así es como se enriquece la división de ambos volúmenes, que no sólo mantuvieron en duda a los espectadores de una primera parte inconclusa, sino que los dejaron más que satisfechos con una contundente segunda parte.

'Bang bang (My baby shot me down)'
La música, como el cine, ocupa el primer lugar dentro de las pasiones de Tarantino. Por ello, y no sólo por lo brillante de los temas o de las estrellas musicales que figuran en ella, la banda sonora en esta cinta merece un apartado especial.
La importancia que tienen cada uno de los temas en la mente del director, permiten una curaduría exquisita que se va esparciendo a lo largo de la cinta.
Los planos musicales configuran una coreografía visual, que con elegancia y maestría mantienen en equilibro las emociones del espectador.
El tema de Nancy Sinatra Bang Bang (My Baby Shot Me Down) como apertura fue una de las primeras cosas que Tarantino tuvo claro respecto a Kill Bill, según comentó en reiteradas ocasiones tras el estreno de la primera parte de la cinta.
Tras este tema, muchos otros más que figuran en el sound track sirvieron para que el director se aclarara las ideas a la hora de escribir las escenas en el guión.
Quincy Jones, Johnny Cash y el gran genio italiano de la musicalización cinematográfica, Ennio Morricone; son algunas de las grandes figuras que aparecen en los créditos musicales de esta cinta.
En mención especial está la banda de las 5.6.7.8’s, que además de aportar el tema Woo Hoo, lo interpretan en pantalla representando el papel de la banda del House of Blue Leaves de Tokio. El contagioso ritmo de Woo Hoo hace bailar hasta al espectador, antes de que Mamba Negra tenga su espectacular enfrentamiento con Los 88 Locos que protegen a O-Ren Ishii.
Para la influencia oriental en la banda sonora, es invaluable el trabajo del productor The RZA, quien compuso la música original y seleccionó las canciones. Los antecedentes de The RZA se encuentran en la creación de la banda sonora de Ghost Dog: The Way of the Samurai, de Jim Jarmusch; y la producción de varios álbumes de la banda hip hopera Wu Tang Clan, que inspira sus sonidos en las cintas chinas de artes marciales.
Otro detalle en la musicalización es que se incluyen algunas piezas procedentes de bandas sonoras de clásicos del cine gore, como la sección de The Gran Duel, el western italiano de Luis Balaov o un clip del thriller Twisted Nerve, de Bernard Herrmann.

Curiosidades 'coleccionables'
El gusto de dotar a sus seguidores de curiosidades coleccionables, dan otro motivo para pensar que Tarantino no es un cineasta como cualquier otro.
El fetiche de buscar y encontrar las similitudes o maravillas en cada una de las películas de este cineasta no se quedaron atrás para la realización de las dos partes de Kill Bill.
Una de estas piezas coleccionables, la más reconocida y destacada, es su característico plano dentro del maletero –que aparece en todas sus películas y que ademas en todas hay un cuerpo humano dentro-.
También aparece su marca de cigarros Red Apple –inventada por él mismo para todas sus peliculas-, el Zippo -que en este caso fue utilizado por Michael Madsen-, su fetiche por los pies descalzos -en ocasiones en un primer plano-, o su propia aparición en la cinta, que en esta ocasión -según sus clavados seguidores que circulan por la red- está dentro de Los 88 Locos que se enfrentan a Mamba Negra, pero que es muy difícil de reconocer debido a las máscaras que utilizan y a la cantidad de locos que aparecen en la escena.
Un homenaje sin duda sorprendente a Bruce Lee, se suma a estas curiosidades. Mientras que Los 88 Locos que se hicieron famosos en Reservoir Dogs y Pulp Fiction, se encuentran en esta cinta con una pequeña máscara homenajeando al conjunto que llevaba Lee cuando dio vida a Cato en El Avispón Verde. Incluso en esta pelea, Mamba Negra lleva un traje amarillo con una ralla negra a los lados, que es una copia del traje que llevó Lee en Game of Death, la cinta que no terminó de rodar debido a su fallecimiento en 1973.
Quizá entre estas curiosidades cabe mencionar la creación del papel protagónico de la cinta, Mamba Negra, que interpreta Uma Thurman. Según se comenta el papel fue creado como un regalo que hizo Tatantino a Thurman por sus 30 años. Este personaje no sólo tomó forma con las ideas de Tarantino, sino que Thurman incorporó en él algunas de sus ideas. Es por ello que cuando Tarantino avisó a los productores del embarazo de Thurman en el inminente rodaje de la cinta, no hubo otro remedio que aplazar las fechas y dar tiempo para que Thurman tuviera a su hijo para después arrancar la filmación. Evidentemente fue un hecho agradecido ya que la actriz no sólo sorprendió a los espectadores con su impecable interpretación, sino también dejó perplejos a sus compañeros de producción.
"A Uma le costó aprender más que a los demás y tuvo que pelear con personas que llevaban haciéndolo toda la vida. Me impresionó mucho porque no dejaba de ensayar y repetir los movimientos hasta que los tenía dominados. Es una auténtica profesional", según declaró su entrenador de artes marciales, Sonny Chiba, tras el estreno del primer volumen de la cinta.


El Tarantino que está por llegar
Tras Kill Bill, Tarantino no ha vuelto solo a la pantalla grande.
Como director invitado en Sin City, compartió los créditos de dirección con Robert Rodriguez, y repitiendo la mancuerna está por estrenar la película de terror Grind House, que estará en cartelera en abril próximo. Esta cinta estará dividida en dos partes: Planet Terror –escrita por Robert Rodríguez- y Death Proof –escrita por Tarantino- con duración de 160 minutos, incluyendo una sección, entre las dos partes, en la que se incluirán falsos trailers en homenaje al cine de serie B que da título a la película.

'Eyes wide shut': deseo y realidad bajo la mirada de kubrick



Por José Palacio
Eyes Wide Shut es la obra póstuma del gran cineasta Stanley Kubrick. Es una historia de obsesión sexual y desonfianza, un inquietante thriller que se adentra en los deseos y en los sueños del ser humano. El film es una adaptación de la novela Relato soñado (Traumnovelle, 1926), escrita por el médico vienés Arthur Schnitzler, discípulo aventajado de Sigmund Freud y Ernst Jung. Una novela ácida, pesimista, decadente y desoladora, un análisis sobre los resortes que mueven la relación que se da en una pareja entre la sexualidad y el subconsciente de cada uno de ellos.
La primera vez que Kubrick pensó en la adaptación de esa novela fue poco antes del estreno de La naranja mecánica (1970), aunque abandonó la idea para rodar Barry Lyndon. La segunda aproximación a la historia de Schnitzler surgió a mediados de los años noventa. Su anterior película había sido La chaqueta metálica (A Full Metal Jacket, 1987), y, desde entonces, no habían parado de salir rumores y especulaciones sobre cual iba a ser su próximo proyecto. En 1995, de manera totalmente inesperada, la Warner informó en una nota de prensa que Kubrick haría Eyes Wide Shut y que la protagonizarían nada menos que Tom Cruise y su esposa australiana Nicole Kidman. Kubrick había leído la oscura novela del escritor británico Frederic Raphael ¿Con quién estabas la noche pasada? (1971) (Who Were You With Last Night?) (1971), que se inspiraba en Relato soñado, bajo una perspectiva muy personal, y buscó la ayuda del propio Raphael para la reescitura del guión.
Lo que más le interesa a Kubrick de la obra de Schitzler es que “explora la ambivalencia sexual de su matrimonio feliz y trata de equiparar la importancia de los sueños y de las hipotéticas relaciones sexuales con la realidad”. Sobre esta premisa apoya el cineasta norteamericano la estructura del film. Sin embargo desde un principio tiene claras las novedades que presentará la película respecto al texto literario. En primer lugar desplaza la acción de la Viena de los años 20 a su Nueva York natal en los años noventa. Decide cambiar el título de la obra, decantándose por el sugerente Eyes Wide Shut (Ojos totalmente cerrados). Y, lo más sorprendente y morboso, opta porque los actores protagonistas sean también pareja en la vida real. Inicialmente se habló de Alec Baldwyn y Kim Basinger, pero finalmente se decidió por Cruise y Kidman, quienes se sometieron a las exigencias de un rodaje largo y complicado que se alargó casi dos años.
Tom Cruise y Nicole Kidman negociaron con Kubrick y la Warner mientras Cruise estaba en Gran Bretaña haciendo Misión imposible. Ambos, al leer el guión, estaban ansiosos de trabajar con él, y dieron el sí inmediatamente. Además, completaban el cartel Harvey Keitel y Jennifer Jason Lee. Pero, la fotografía principal de Eyes Wide Shut, que dio comienzo oficialmente el 7 de noviembre de 1996 y terminó a finales de febrero de 1998, se ganó el dudoso honor de ser una de las tomas más larga en la historia del cine. Eso provocó que Keitel y Jason Lee abandonaran el proyecto siendo sustituidos por Sidney Pollack y la desconocida actriz Mary Richardson.
Durante la primera semana de marzo de 1999 Kubrick envió una copia a Nueva York para que la viesen Cruise, Kidman, y los ejecutivos de la Warner Robert Daly y Terry Semel, a quienes advirtió con un lacónico “es mi mejor película”. El domingo 7 de marzo el director murió repentinamente en Childwick Bury, mientras dormía. Tenía 70 años.

Eyes Wide Shut cuenta dos días y dos noches en la vida de un acomodado matrimonio neoyorquino, el Dr. Bill Harford (Tom Cruise) y su esposa Alice (Nicole Kidman). El principio de la película es muy sugerente ya que se adentra de forma sugestiva en la vida de una pareja demasiado confiada y segura sí misma. Mientras suena un vals de Shostakóvich, Alice deja caer su vestido al suelo, en un apartamento muy grande y lujoso. Se están preparando para asistir a una fiesta ofrecida por el millonario Victor Ziegler (Sidney Pollack). Alice le pregunta a su marido si está guapa y él, sin mirarla, le dice que está perfecta, en un detalle que refleja la rutina de una pareja que lleva ya nueve años juntos. Dejan a su hija Helena con una niñera y salen a la noche de Nueva York.
Allí, son recibidos por Ziegler y su mujer. Bill reconoce en el pianista de la recepción a Nick Nightingale, un antiguo compañero de Universidad. Después cada uno va por su lado y a ambos se les ofrece la posibilidad de dejarse seducir. Mientras Alice está sola bebiendo se le presenta un atractivo húngaro llamado Sandor Szano, con quien baila. Ella le explica que está casada y que no trabaja. Antes dirigía una galería de arte en el Soho pero se arruinó. Ese hecho ha dejado en ella una sensación de fracaso que intenta ocultar tras el papel de madre y señora del Dr. Harford. Por eso, a un desconocido que acaba de conocer le explica algo de lo que no quiere hablar con su pareja, porque lo había guardado en su interior durante años. Al final rechaza tener sexo con el caballero húngaro, a pesar que intenta convencerla diciéndole que en un matrimonio “el engaño es una necesidad para ambos”. Por su lado, Bill coquetea con dos jóvenes muy guapas. Pero poco después es requerido por el anfitrión para que asista a una prostituta que hay en su habitación, desnuda con síntomas de sobredosis. Se trata un ejemplo de que no hay nadie más desconocido que tu propia pareja. Mientras él estaba arriba con la chica su mujer hacía de anfitriona en la fiesta.
Al volver a casa se produce la impactante escena que se insertó en el trailer publicitario realizado por la Warner. Alice está desnuda frente al espejo quitándose los pendientes, mientras de fondo suena una canción de Chris Isaak. Llega Bill y la besa en el cuello mientras ella se quita las gafas con una mirada fría y perdida. Es una imagen muy intensa que resume perfectamente la distancia que hay entre una aparente pareja perfecta.
Al día siguiente Bill llega a su despacho, situado en la zona noble de la ciudad. Es un hombre satisfecho profesionalmente ya que trabaja en la medicina, su auténtica vocación. Su situación contrasta con la de su mujer, que se limita e estar en casa aburrida, cuidando de su familia un hombre profesionalmente satisfecho porque trabaja en su vocación de médico. Ella quiere a su marido pero espera de él algo más. Cuando por la noche llega a casa se produce una conversación entre la pareja que desencadena los hechos que sucederán a posteriori. Animados por un cigarrillo de marihuana discuten acerca del amor, la fidelidad, los celos. Alice se deja llevar y le explica a su marido que la última vez que estuvieron de vacaciones en Cubo Cod se enamoró de un oficial de marina con el que sólo intercambió una fugaz mirada. Pero ese instante fue suficiente para que ella le deseara ardientemente, y pese a que estaba allí con su hija e hizo el amor con su marido, Alice explica que si el desconocido le hubiese pedido que se fuera con él aunque solo fuese una noche, ella se hubiera ido, lo hubiera dejado todo. Es una escena muy brillante. Alice desnuda al personaje de Bill y muestra por él cierto desprecio. Bill sólo sabe moverse entre tópicos, como cariño o estamos casados, ocultando sus verdaderos deseos. En apariencia lo tienen todo, pero en realidad no se conocen. Por eso Alice reconoce que su vida cómoda y burguesa es tan falsa qure la abandonaría encantada sólo a cambio de un instante con el desconocido oficial.
La conversación es interrumpida por una llamada de teléfono que comunica la muerte de uno de los pacientes del Dr. Harford. Acude al domicilio de la víctima sin poder abandonar el recuerdo de la infidelidad relatada por su mujer. Una vez allí la hija del fallecido le declara su amor a pesar de que dice que se va a casar en breve. Es otro ejemplo de las mentiras y los oscuros deseos que rodean a las parejas.
Cuando acaba la visita decide pasear por las calles de Nueva York buscando nuevas experiencias. Bill es un hombre respetado por la comunidad, y está acostumbrado a ser políticamente correcto con sus pacientes, a actuar constantemente durante todo el día en el papel de doctor joven, guapo, casado y seguro de sí mismo. Pero tan solo un comentario sincero de su mujer acerca de una fantasía ha provocado que su mundo interior se desmorone. Y decide dejarse llevar. Es un hombre frío que siempre intenta controlar sus emociones, pero no consigue quitarse de la cabeza la imagen de su mujer con el oficial (unas imágenes en color ocre representan los pensamientos de Bill, en los que aparece Alice con un oficial, pero son demasiado explicitas). Entonces decide vengarse fríamente, escuchar a sus deseos más ocultos. Se deja arrastrar hasta el domicilio de una prostituta, mas, en el momento en el que se dispone a hacer el amor, es interrumpido por una llamada telefónica de su esposa.
De nuevo en la calle, pasa por al lado del Café Sonata donde actúa su amigo Nick Nightingale, que le explica que tiene una actuación a las dos de la mañana en un lugar misterioso en el que necesita contraseña para entrar, y hay que ir disfrazado. Bill, embargado por la curiosidad, memoriza la contraeseña: FIDELIO y el lugar. Se dirige a una tienda de disfraces para alquilar un smoking, regida por un excéntrico serbio.
A continuación se dirige a la dirección dada por su amigo, que resulta ser una apartada y enorme mansión. Al llegar a la puerta exterior dos hombres le piden la contraseña y le dejan entrar. Cubierto por una capa y una máscara veneciana se adentra en la celebración de una fiesta demoníaca a modo de secta que culmina en una orgía. Una de las chicas de la celebración, que sólo lleva una máscara, le advierte del peligro que corre y sólo podrá salir de allí porque ella se sacrifica por él.
Hasta aquí podríamos decir que llega la primera parte de la obra. La orgía es el clímax al que el Dr. Harford ha llegado mediante la búsqueda del placer y el deseo. Al llegar a casa, encuentra a su mujer soñando en una pesadilla en la que hacía el amor con varios hombres a la vez. Al día siguiente, Bill, que se encuentra perdido y dubitativo, decide rehacer los pasos de la noche anterior a modo de detective de polícia, y no para de enseñar su placa de médico para abrirse puertas que para los demás están cerradas. Se dirige al Sonata pero está cerrado, mientras que su amigo Nick ha abandonado el hotel donde se hospedaba. Devuelve el disfaz y descubre que el dueño explota sexualmente a su hija. Va a ver a la prostituta y su compañero de piso le explica que es seropositiva. Va a la mansión donde se celebró la fiesta pero le dejan una nota amenazante. Lee en el periódico que una modelo ha muerto por sobredosis. Va a verla al hospital y se da cuenta que es la chica que le advirtió la noche anterior… Todo lo que vivió la noche anterior se ha desmoronado.
Reclamado por Ziegler, el anfitrión de la recepción inicial, se dirige a su casa. Una vez allí, Victor le explica que sabe todo lo ocurrido la noche anterior, que él estaba en la fiesta y le advierte para que deje de investigar. El personaje de Ziegler no existía ni en la novela de Schnitzler ni en la idea original de Kubrick. Lo crea Raphael al redactar el guión porque cree que es necesario dar una explicación al espectador. Pero creo que esta escena es totalmente prescindible. Visualmente es muy efectiva pero acaba con todo el misterio de una trama brillante e inquietante. El personaje de Victor Ziegler no aparece en el libro porque a Schitzler no le interesaba aclarar nada. En la película ocupa un lugar estratégico. Organiza la fiesta donde la pareja deja sedudirse cada uno por su lado. Su segunda aparición, fuerza una explicación excesivamente detallada y obvia. Igual Kubrick, en una nueva visión del film, hubiese prescindido de ella ya que él prefería mostrar, no explicar.
Al llegar a su casa Bill descubre a su mujer durmiendo junto a la máscara que él llevaba la noche de la orgía. Asustado, a la mañana siguiente le explica todo lo sucedido a su esposa y van con su hija de compras. Allí Alice le dice que tienen que follar. El hecho de que el Dr. Harford le explique todo a su mujer quiebra el proceso de silencios y medias verdades que configuran la magia de la película. Bill da por acabado el juego y vuelve a su aparente vida normal.

En Eyes Wide Shut las imágenes predominan sobre las palabras mientras que las ideas predominan sobre los personajes. Las 48 horas en la vida del Dr. Harford arrancan desde una fiesta a la que acude con su mujer, para remitir a otra, una orgía que se convierte en el vértice de una trayectoria ascendente. A continuación se produce el descenso del clímax, protagonizado por un estimulante sueño erótico, jamás consumado, que acaba por despertar en Alice un desesperante sentido de culpabilidad.

Kubrick siempre se refería a las películas como sueños, sueños acerca de sueños, incluyendo ensoñaciones divinas y las pesadillas, y nunca hizo distinción entre sueño y visión. Alice, en una conversación con su marido, realiza una confesión sincera que, pese a ser solamente una mezcla de deseo y pensamientos, provocan sus celos. Bill ve como su mundo aparentemente feliz no es tan seguro. Esa confesión provocan en el Dr. Harford un deseo, más que de venganza, de realizar aquellas fantasías que siempre había querido hacer pero que no se ha atrevido. Emprende un viaje a través de los reinos del deseo sin saber que desea realmente, y al final no consumará el acto sexual, ni con las sirenas Gayle y Nuala que conoce en la fiesta inicial, ni con la prostituta, ni en la orgía. Se mueve en la frontera entre deseo y realidad, entre el matrimonio y sus propias e íntimas fantasías.
Eyes Wide Shut sigue la estructura de un cuento de hadas en el que después de una búsqueda peligrosa hay en apariencia un final feliz que se impone a las fuerzas malignas. Pero este cuento no tiene un malo evidente. Todas las inseguridades, las frustraciones y los deseos están en nuestro subconsciente intentando aflorar. La semejanza con el cuento provoca que, a pesar de ser una película del presente, es un film que respira una atmósfera irreal, de ensoñación. A esto ayuda el uso de la fotografía y la música de Jocelyn Pook, György Ligeti, Mozart y Shostakvich, que configuran a la perfección la atmósfera onírica de esta adaptación del Relato soñado de Arthur Schnitzler. También juega un importante valor simbólico el color rojo. Las sábanas del lecho conyugal, el sofá donde yace la muchacha drogada, la capa del maestro de ceremonias de la orgía y la tapicería del billar de Ziegler son de color rojo.
Los orígenes centroeuropeos del cienasta afloran en él a través de una fantasmagórica recreación de Nueva York, forjada con la magia del cine por parte de un visionario que, en Eyes Wide Shut, hace de él un instrumento capaz de explorar los lugares más recónditos de la especie humana. El resto de colores son brillantes y balsámicos. Y el final es propio de un cuento. La pareja ha pasado con éxito todas sus pruebas, se lo han dicho todo el uno al otro, y están dispuestos a volver a casa para follar… Pero con la sensación de que ese “todo” es muy relativo. Que cada uno tiene su propio subconsciente en el que habitan nuestros deseos más profundos, que nadie conoce.
A través de travellings que atraviesan puertas y paredes, la mezcla sugestiva de colores (predominio rojo, azulado y naranja), los planos fijos de los rostros de Bill y Alice y la música misteriosa y envolvente, Stanley Kubrick nos lleva a lo más profundo de los sentimientos del ser humano. A sus más profundos deseos, a sus pesadillas, a sus miedos.
La estructura de la película es simétrica. Todas las escenas de la primera parte tienen una secuencia paralela en la segunda. En esta estructura las fiestas no son importantes solamente desde el punto de vista escenográfico, sino que se convierten en el eje central del film. La primera fiesta, celebrada en la mansión de Ziegler representa la incursión del deseo y el erotismo, aunque no se produce la culminación sexual. Este hecho provoca que el deseo siga reprimido.
Pero sin duda la escena més espectacular de la película, junto con el desnudo del matrimonio Cruise delante del espejo, es la celebración hipnótica a modo de celebración dionisíaca. Encarna el triunfo del vicio y la carnalidad, un lugar donde la moralidad y la represión no tienen cabida. La película alcanza aquí su máxima plasticidad, reforzada por una música decadente y perturbadora que realza el conjunto (Mozart y Shostakvich).
La importancia como clímax de la película que tiene la fiesta de la orgía colectiva contrasta con el anti-clímax que se sitúa al final de la película. Cuando Bill, arrepentido le explica todo a su mujer, se produce una vuelta a la aparente normalidad. Cuando van al centro comercial con su hija como si nada hubiese pasado, Bill y Alice buscan recuperar su cómoda rutina. Ella le dice a su marido que tienen que follar, para hacer borrón y cuenta nueva, como si haciendo el amor entre ellos pudiesen acabar con sus fantasías más íntimas.

Nicole Kidman está espectacular. Bajo una aparente fragilidad, sabe transmitir con eficacia y de una forma muy sugerente, esa mezcla de honestidad orgullosa y de culpabilidad injustificada que la confesión de sus deseos más íntimos le provoca. Más difícil lo tiene Tom Cruise. Aceptar un papel tan profundo en un guión tan complejo, y actuar a las órdenes de un director exigente y en la misma película que su mujer, siendo ésta una de las actrices más importantes del cine actual, no era nada fácil. El resultado es un Cruise creíble que sabe transmitir con la mirada, las manos, con la forma de andar, los celos que lo poseen a lo largo de toda la película. Su interpretación es muy convincente, la mejor de su carrera junto con su papel en Collateral de Michael Mann.
Mirado con perspectiva, la elección por parte de Kubrick de Tom y Nicole se hace especialmente acertada, además de por el resultado de sus actuaciones, por el hecho significativo de que, si al empezar el rodaje eran una pareja feliz, un par de años más tarde se separaron. Ese hecho, aparentemente irrelevante, hace que al revisionar la película, las miradas frías, las caricias rutinarias, la rabia de la sinceridad de Alice, todo se ve con una mirada diferente. En una entrevista posterior al estreno de la película le preguntaron a Cruise hasta que punto el rodaje había afectado en su relación como pareja. Él contestó, quizás intuyendo lo que podía pasar en un futuro, que había sido muy difícil y que si lo hubieran hecho durante los primeros años de relación no lo hubiesen podido superar.
Eyes Wide Shut es pues la última obra de uno de los directores más prolíficos e intensos de la historia del cine del siglo XX. Una última película inquietante, compleja y profunda. Los valores más destacados en el virtuosismo de Kubrick se dan en esta película. El director se atreve a adentrarse en lo más hondo de la mente humana a través de su mirada penetrante y observadora. Nos desnuda los aspectos más íntimos de una pareja burguesa neoyorquina mediante planos elegantes, ritmo sereno, imágenes sobrecogedoras, densidad argumental. Como en otras películas del director, este film nos sorprende a cada paso, manteniendo la tensión hasta el final. Para poder captar todos los detalles, toda la esencia, es necesario verlo más de una vez, y nunca dejará de sorprender.

'In the mood for love': rescatando la memoria perdida




Por María Elena Vallés
El tema va de velocidades. Y es que hay algunos personajes a los que les gusta desafiar a los tiempos. El siglo XXI, imbuido en constantes cambios tecnológicos, es el artífice máximo de la celeridad en la que se embalan los hechos. Y eso es en lo que no caen precisamente las películas de Wong Kar Wai: no juegan a ver quién corre más rápido, sino que se recrean en dilatar, e incluso detener, el transcurso de cronos para fijar en el recuerdo el tiempo que se escapa.

En el caso de In the mood for love, de lo que se trata es de grabar en la memoria o, mejor dicho, traer a la memoria una historia de amor en potencia que sucede entre 1962 y 1966. La trama tiene lugar en distintos escenarios, aunque la mayor parte de la película está ambientada en Hong Kong. Al parecer, el director tenía pensado como telón de fondo de la historia Pekín, pero la censura china no lo permitió cuando el realizador tramitó la solicitud de permisos para rodar. A las autoridades no les gustó que los hongkoneses pretendieran retratar la plaza de Tiananmen. Por esa razón, finalmente, Kar Wai optó por su querida y habitual Hong Kong. Además, de 1962 a 1966 son años que corresponden a la infancia del director en esa ciudad, tras su llegada desde Shanghai. El año 66 es un hito histórico ya que supuso el inicio de una gran masa de inmigración de China, que presagiaba ya la incipiente Revolución cultural maoísta, a la colonia inglesa de Hong Kong. Entre esos inmigrantes se hallaba el mismísimo Kar Wai junto a sus padres. Y es quizás por ello que, mediante la ambientación, el retrato de una época se convierte en uno de los objetivos del film.

La película comienza con la visita de Su Lizhen (Maggie Cheung) a una habitación que está en alquiler en la ciudad. Cuando ya la ha visto, coincide en la escalera con el otro protagonista de la historia, Chow (Tony Leung), redactor de un diario local que busca también apartamento en el mismo edificio. Los protagonistas de la historia son presentados sin demora por parte del director. A raíz de su encuentro visual y del cruce de miradas en la escalera, el cineasta lanza un indicio al espectador: un relación amorosa se vislumbra. De este modo es como terminan siendo vecinos. Cabe hacer otro apunte biográfico en este caso. Los padres de Wong Kar Wai, por aquel entonces, subarrendaban un par de habitaciones, igual que hace la señora Suen (Rebecca Pan) con la habitación que alquila a Su Lizhen. Cada uno de los protagonistas se muda al inmueble junto a su cónyuge. Hay que señalar que el espectador nunca llega a ver su rostro. No podemos ponerles cara, y el efecto, el misterio y el peso de su presencia durante la película quizás es por ello mayor. Lizhen es secretaria en una empresa y su marido es representante de una compañía japonesa para la que continuamente está en viaje de negocios. Chow va a pasar cada vez más tiempo con Su porque su mujer trabaja de noche y cuando Chow llega a casa ella ya se ha ido. Chow y Lizhen se hacen buenos amigos y a través de una serie de coincidencias llegan a la conclusión de que sus respectivos cónyuges están manteniendo una relación amorosa. A partir de este momento tratan de reconfortarse el uno al otro con su presencia y pasando cada vez más tiempo juntos. Tanto, que la comunidad del inmueble empieza a sospechar y a hacer comentarios al respecto. Cuando se trasladó a Hong Kong, venido de Shanghai, Kar Wai vivía en el seno de la comunidad shanghainesa, que permanecía muy unida para mantener sus señas de identidad. La convivencia con los vecinos era muy estrecha, igual que en la película. Varias familias moraban bajo el mismo techo compartiendo cocina y lavabo. En ese hábitat hacinado, el cotilleo sobre las vidas ajenas formaba parte de la cotidianidad de la gente. Ésta es la situación a la que se ven también sometidos los dos protagonistas del film.
Finalmente, Chow se separa de su mujer y se va a vivir a una habitación de hotel. El número de su estancia es el 2046. Se trata de un guiño del director ya que adelanta el título de su siguiente película, en parte continuación de ésta, en la que vuelve a ser el protagonista principal Tony Leung. El personaje masculino se recluye en su nueva estancia para escribir también una serie de novelas de artes marciales. Su le ayuda, pero finalmente se van distanciando hasta que él decide dejar Hong Kong para marcharse a Singapur. Le pide a su amada que se marche con él, pero ella termina rechazando. El film hace un salto cronológico en el tiempo y muestra a la señora Lizhen con su hijo en la casa de Hong Kong para visitar a la señora Suen. Meses más tarde se ve al mismo Chow en la casa en la que se enamoró de Su y la ve con un niño. Ambos han vuelto para encontrarse, pero terminan por no verse y dejar truncada esa historia de amor que podría haber sido y que al final no fue. La secuencia final de la película muestra a Chow en unas ruinas en Camboya contando su secreto en un agujero y tapándolo con tierra.
Durante los 98 minutos de película, Chow y Lizhen también están enamorados pero no quieren ser como sus cónyuges y tratan de espaciar un idilio imposible. Por ello, no es posible ver ninguna relación de sexo o amorosa entre los dos protagonistas, aunque sí fueron filmadas por Kar Wai. Al final decidió eliminarlas para acentuar el sentido trágico de esta dramática historia de amor.
La mayoría de los interiores se filmaron en Hong Kong y la mayor parte de los exteriores en Bangkok. La parte de la historia que sucede en Singapur se rodó también en la capital tailandesa. El barrio chino de esta ciudad, sus atmósferas y calles recordaban mucho al viejo Hong Kong de los 60. Se trata de una escenografía urbana y emocional a la que Kar Wai se siente íntimamente unido.

La memoria como eje de la narración
La estructura de la película es diacrónica ya que se cuenta una historia que pertenece al pasado. Se trata de la rememoración de un tiempo que se desvanece en el recuerdo. En este sentido, el director nos coloca algunos rótulos con el lugar y la fecha de los acontecimientos. El relato audiovisual se abre y se cierra de manera similar. Se trata de dos citas que provienen de un relato corto publicado por Liu Yichang, un escritor expatriado original de Shanghai (como Kar Wai), por cuyos trabajos el cineasta siente un gran aprecio. La cita de apertura dice así: “Fue un momento de inquietud. Ella, tímida, inclinaba la cabeza para que él se acercase. Pero a él le faltaba valor. Ella dio media vuelta y se alejó”. Bien, la función de esta nota es la de situar al espectador claramente ante un género de drama romántico. Pistas no faltan para darse cuenta. Y es un anticipo de lo que será la historia: un amor que nunca se consumará. Contestando a esta cita, el de cierre dice: “Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que se puede ver, pero no tocar. Y todo cuanto se ve está borroso y confuso”. Digo que contesta o mejor completa el primer rótulo porque, ya que el segundo ponía énfasis en características más de contenido, este segundo centra la atención sobre la forma que utilizará el director para contarnos la historia: a través de la memoria. Las secuencias son como recordadas. No es exactamente lo que sucedió. La vida no es real sino que es un reflejo, una imitación. Y el recuerdo sólo recompone, reestructura. Que es lo que hace el realizador de la película al fin y al cabo. Argumentos y recursos de montaje para poner en evidencia este hecho hay muchos. Uno de ellos es el montar escenas de diferentes días en secuencias que parece que son lineales en el tiempo. Uno se da cuenta de que se trata de diferentes jornadas por los vestidos y las distintas corbatas que lucen en las escenas que conforman las secuencias. De este modo, se pone de relieve la monotonía de sus paralelas existencias. El recurso de la repetición es también muy usado para reforzar la idea de soledad y melancolía de los protagonistas. Por ejemplo, éstos se cruzan una y otra vez en el pasillo, en la escalera. Los espacios y los diálogos se repiten. Chow dice: “Cuando eres soltero, todo es más fácil”. Y replica Su: “Cuando estás casada, todo es más difícil”. Las miradas fuera de campo también son constantes. Se trata de atisbar lo inalcanzable (su amor que nunca llega a consumarse) y aquello adonde no llega la cámara.
La reconstrucción del pasado se pone de manifiesto en los sucesivos reencuadres que encontramos dentro de cada plano (sobre todo en los interiores). Los personajes aparecen enmarcados por puertas y ventanas que cercan su espacio vital. Kar Wai, además, filma a partir de espejos o cristales irisados o biselados que muestran a unos protagonistas desvanecidos y diluidos en muchas ocasiones, poniendo énfasis en que todo se trata de un recuerdo. Los protagonistas flotan en medio de una nebulosa. Es el caso de los encuentros en el hotel entre Chow y Lizhen. La cámara del cineasta realiza suaves travellings (como rápidos flashes de la memoria que van y vienen) durante esos momentos de felicidad en los que suena la banda sonora de la película y ni siquiera se escuchan los diálogos, ya que sólo se recuerdan las sensaciones y no las palabras exactas.
Todo se filma como si se estuviera recordando, envuelto en un halo de tristeza y de melancolía, pero también de idealización y de belleza. La distancia en el tiempo y el recuerdo posibilitan que el director cuente esta historia desde la estilización formal más acusada. La lejanía en el tiempo le permite al realizador reconstruir el pasado a su manera e idealizarlo formalmente.
El tiempo de la narración tampoco es lineal. Hay una alteración de la temporalidad. Es el caso en que nos ofrece antes la consecuencia y después la causa. Chow busca en su habitación de Singapur las zapatillas de Su que él se había llevado consigo, aunque sí encuentra en el cenicero la colilla de un cigarrillo manchada de carmín antes de que ella, en una secuencia posterior, entre a escondidas en la habitación y la veamos escrutar la recámara del hombre al que ama, llame por teléfono al trabajo de él sin atreverse a pronunciar ni una sola palabra y se lleve sus zapatillas.
Como en muchos melodramas, la música también es preponderante y está puesta al servicio de la búsqueda de la emoción complementaria a la imagen. Además, en este caso, la canción principal dota de unidad y continuidad al film. Dicho tema es un vals de Yumeji. Acompaña a los protagonistas en ocho ocasiones. Y tiene esa función de remarcar la aflicción y el drama interior de los dos enamorados. La melancolía de los personajes se consigue mediante el uso de planos largos y estáticos que provocan un ritmo fílmico lento. El efecto aumenta si se le añade un tema musical cíclico y repetitivo. La banda sonora incluye también algunos temas que recrean los años 60 y canciones habituales en las emisiones radiofónicas de la época. Encontramos un eco de la música popular de los años 30 y 40. Sería el caso de los temas diegéticos (dentro de la historia), como por ejemplo Floreciendo, que Chow le dedica a Su por la radio. Por otra parte, son más que destacables los boleros de Nat King Cole cantados en castellano como Aquellos ojos verdes o Quizás. Estas canciones llegaban a Hong Kong a través de la excolonia española de Filipinas.
El poder de la especulación mental con lo no vivido todavía es una de las herramientas a las que recurren Chow y Su para tratar de averiguar y de comprender qué impulsos han llevado a sus cónyuges respectivos a mantener entre sí una relación adúltera que ellos no parecen atreverse a consumar. Ya que sus parejas quedan relegadas a un permanente fuera de campo (nunca se les ve juntos, siempre están ausentes o de viaje y para más inri nunca se muestra su rostro), la representación de sus relaciones corre a cargo de los dos protagonistas que ensayan en algunas ocasiones un teatro, entrando realmente en un juego de espejos (porque ellos también se ven a escondidas, van a cenar juntos, etc.). La pareja de protagonistas también debe actuar ante la presencia de los vecinos para mantener las apariencias. Viven como dentro de un juego de tramoyas en el que tratan de buscar su propia identidad. Tanto es así que en algunas ocasiones la experiencia fingida y real se superponen y se confunden. Es el caso en que simulan su despedida y en Su se asoman las lágrimas. Chow se ve obligado a repetirle que sólo se trata de un ensayo y de que “no es real”.
Hay un corte brusco en la trama e incluso en el modo de la narración. La recreación (también emocional) a partir de la memoria se interrumpe cuando irrumpe la realidad contingente de la realidad histórica. Un rótulo de repente nos sitúa en Camboya, en 1966. Una imagen televisiva de una crónica audiovisual da cuenta de la visita del general De Gaulle a Phnom Penh. La función de esta secuencia es la de despertador, en el sentido de que sitúa al protagonista en esta parte de la realidad y no en la del sueño o recuerdo. Es justo después cuando Chow aparece en el templo, fuera ya de las estilizadas escenografías por las que el film ha discurrido hasta entonces. La ensoñación se acaba. También lo demuestra el nuevo tema musical que domina esta última parte, compuesto por Michael Galasso. Ya no es ese vals en el que quedan atrapados los protagonistas. Chow susurra el secreto y las piedras del templo custodian la historia de amor que les ha sido confiada para siempre. Tanto es así, que la última secuencia de la película son planos vacíos de personajes y sólo queda durante pocos minutos el templo majestuoso con el secreto. Quizás a partir de ahora Chow pueda abrirse nuevos caminos. Esas ruinas, ese ámbito entre natural y sagrado es un receptáculo de los anhelos perdidos del protagonista, es el final de un trayecto y donde alberga ese secreto que no es más que parte de una memoria que se sabe evanescente.

Las cápsulas del montaje
In the mood for love está estructurada en pequeñas cápsulas de memoria que son ensambladas produciendo el efecto casi de linealidad de la historia (con alguna excepción de salto cronológico). Con esto me refiero a que cada secuencia aparece separada de la siguiente a través de un fundido negro. El director podría haber usado el fundido encadenado para hilvanar los planos, pero todo ello no concordaría con su intención principal que es la de contar la historia a partir de mini-píldoras audiovisuales, con un valor estético autónomo, pero similares entre sí, llenas de paralelismos.
Otro de los recursos con los que manipula el ritmo de los acontecimientos es ralentizando algunos planos y encajando los movimientos de los personajes al ritmo de la música o tema de la banda sonora principal de la película. El cineasta de modo consciente dilata en el tiempo algunas secuencias que en tiempo real serían mucho más breves. La significancia de esta expansión de cronos estriba en el hecho de que los breves instantes son importantísimos (al igual que los planos detalle usados por el realizador). Hay que fijarse en ellos, son instantes detenidos que hay que retener en la memoria. Sobre todo para aquellos que se aman, que tratan de aprehender a veces ese tiempo tan breve de la felicidad de su amor.
El no mostrar ningún primer plano del rostro de los cónyuges de los protagonistas produce que la historia se desdramatice más y que los amantes permanezcan en su anonimato (como la relación que mantienen, que es secreta y desconocida por los demás). Se trata de un recurso metonímico ya que aparece una parte sustituyendo al todo. Es decir, conocemos o su voz, o su pelo, o su cuerpo desde la espalda. De este modo, podemos decir que acecha aún más a los protagonistas la presencia de los amantes y el hecho de tener una relación fuera del matrimonio. Que es realmente lo que une a estos dos vecinos que no hacen más que buscarse durante toda la película sin acabar de encontrarse. No podemos ponerles cara a sus cónyuges porque también podrían haber sido ellos mismos (los protagonistas) los que hubieran perpetrado el adulterio. En cuanto al tema de las relaciones extramatrimoniales, la señora Lizhen vive también la parte del que comete adulterio muy de cerca y es cómplice de su jefe. Éste tiene también una amante y su secretaria se ocupa de comprarle regalos y de reservar mesa para los dos, así como decir las respectivas mentiras a su esposa. Por ello, es muy consciente de que su marido está haciendo lo mismo con ella.
Parece, además, que cada vez los dos personajes principales van comprendiendo mejor la situación del amor de los amantes porque es realmente lo que están viviendo, aunque se resisten a no caer en el adulterio.
Los relojes están omnipresentes en toda la película. Podemos verlos presidir tanto en la oficina en la que trabaja Lizhen como en la redacción en la que trabaja Chow. Es esa obsesión por el paso del tiempo.

Intertextualidades a su propia filmografía e influencias
Su séptima película nos devuelve por la época y los ambientes a Days of being wild (1990). La acción de ésta también sucede en los 60. El personaje principal era interpretado por Maggie Cheung y es la misma Su Lizhen, aunque con unos cuantos años menos. Ésta era un personaje que trabajaba entonces bajo un enorme reloj circular de pared idéntico al que preside la oficina de una Lizhen ya casada y convertida en la señora Chan.
Pero no es la única coincidencia que existe, la segunda es que Tony Leung aparece también en el film de 1990 encarnando al misterioso jugador de la secuencia final.
En este sentido, el director ha repetido en diversas entrevistas que In the mood for love no es una secuela de Days of being wild sino una prolongación actualizada. Las dos películas formarían un díptico de común sustrato melodramático a la que se añadiría en 2004 una tercera, 2046 -recordemos que es el número de habitación del señor Chow en el hotel y que Tony Leung encarna al protagonista escritor de la película-.
Otras de las influencias que brotan y que los teóricos han traído a colación es el caso de Flowers of Shanghai de Hou Hsiao-hsien que versa igualmente sobre un tiempo desaparecido. Un film recién estrenado cuando Wong Kar Wai empieza a rodar In the mood for love. En esa película del taiwanés también aparecen como protagonistas Tony Leung y Rebecca Pan (la señora Suen en la del cineasta chino).
Otras de las influencias citadas por el mismo director son la de los melodramas de Douglas Sirk, y la de Hitchcock, sobre todo de Vértigo. En ésta, los cónyuges permanecen siempre fuera de campo con el misterio que esa ausencia genera. Por otro lado, los cuchicheos y las miradas de los vecinos gobiernan las reacciones de los personajes. Este hecho les obliga a esconderse en su propia habitación y a sentirse culpables. Situación idéntica a la vivida por Su y Chow en el inmueble de Hong Kong.
De modo genérico, de todos modos, se puede encontrar la influencia de las películas de amor frustrado o de caminos que no se toman como podrían ser Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964) o El amor después del mediodía (Eric Rohmer, 1972).
Lo que sin duda nos sitúa en el cine de Alain Resnais es esa percepción alterada de la cronología temporal y la cuestión de la memoria como un proceso para recomponer la existencia.

En definitiva, In the mood for love es un film que ajusta cuentas con el pasado: con el biográfico, de su autor; con el cinematográfico, de todo un género (el melodramático); y que abre nuevos caminos a su director.