Por Silvia Badia
Los detractores de Jim Jarmush tildan su cine de lento y falto de acción, en cambio sus incondicionales alaban esas mismas premisas. Quizás no usarían los citados adjetivos y los cambiarían por cine tranquilo, reposado, minimalista. ¿Qué hace pues que el mismo concepto cinematográfico pueda ser valorado positiva o negativamente? El hecho de que a unos los conduce al más absoluto aburrimiento, mientras esperan un desenlace que nunca llega. En cambio, otros disfrutan del tempo y la “no acción” de la película, tan a contracorriente del cine americano made in Hollywood actual. Y digo cine americano hollywoodiense porque el cine del director que nos ocupa no está tan lejos del cine de Wim Wenders. Aunque es verdad que ambos beben del cine europeo. Jarmush ha reconocido inspirarse en Godard, Antonioni, Bresson, Dreyer, pero también en Ozu o Mizoguchi. Así, su cine no es típicamente americano en cuanto al estilo o a la forma, pero al mismo tiempo retrata personajes muy americanos y da protagonismo al paisaje (americano) que le rodea.
Flores rotas lleva el sello de su director. Una peripecia mínima, el gusto por los detalles, la atracción por la palabra y sus silencios. El cómo se dice una cosa, más que lo que se dice. El efecto que producen las palabras en el oyente. Lo que se calla y se omite. Los sentimientos a la hora de expresarse. A eso se enfrenta el protagonista, Don Johnston (Bill Murray), cuando emprende una road-movie en busca de la madre de su supuesto hijo. Visita a cuatro de sus ex con la esperanza de descubrirlo. Una cámara observa al héroe y lo acompaña en su viaje, casi de manera voyeurística. A veces la cámara es estática, sobre todo en los planos dentro de las casas, para dar profundidad a la escena y encuadrar a todos los personajes: a los que hablan y a los que escuchan, y así poder leer sus caras. La película está planteada argumentalmente como un misterio, por lo que la cámara se fija en pequeños detalles, a menudo objetos que pertenecen a las diferentes mujeres. Pero nunca incide en un paisaje concreto, más bien deja que las localizaciones hablen por sí mismas, fluyan. Las escenas discurren por el estado de New Jersey, a través de frondosos bosques. Sigue fiel a sus blackouts para marcar las escenas sin tener que cortarlas y poder expresar así el paso de las horas. Es efectivo y va en consonancia a su idea de dejar discurrir la escena, no cortarla. La luz exterior contrasta con la penumbra de la casa de Don. El protagonista pasa de “estar muerto” a “estar vivo”, de resignarse a seguir vivo a sentirse vivo de nuevo porque enfrentándose a su pasado se enfrenta a su presente y cambia su actitud ante el mundo. El falso argumento de comedia romántica, tampoco cuaja como trama detectivesca, hallándonos al fin ante una historia de introspección psicológica. La acción es interior, no exterior.
Las flores –rotas- son una metáfora del estado de ánimo del personaje, contrastando con los preciosos ramos que regala en sus visitas. El autor desecha ciertos clichés de género, pero incorpora otros en lo que se refiere a pequeños detalles: el color rosa en todo lo que concierne al universo femenino, empezando por la carta, pasando por el albornoz, el móvil, la tarjeta de visita, la máquina de escribir o la moto, y por supuesto las flores. Toda la iconografía femenina es rosa. Otro cliché recae en los nombres de los personajes: Lolita (para referirse a una lolita), Don Johnston (y el equívoco con el guaperas Don Jonson) o Winston (doble referencia al vecino que quiere ser detective y a un perro con poderes sobrenaturales). Un tercer cliché consistiría en enfatizar la idea de don Juan a través de una película en televisión.Todo ello son guiños del humor que presenta la película. No es una comedia al uso, no hay gags que busquen la carcajada, sino la sonrisa (cómplice).
En el libro Jim Jarmush. Interviews, el editor constata que Jim dice ser cada vez más flexible respecto a su celo por la pureza y el minimalismo de las estructuras y también respecto a su escepticismo en cuanto a los movimientos de cámara –piensa que distraen al espectador-, y como no, por lo que a la música extra-diegética se refiere. Pero la verdad es que éste sigue siendo el corpus de su cine, la columna vertebral que lo apuntala. No he hablado de la música, harto esencial en el cine del director. El film contiene en todo momento música diegética, a excepción de los primeros minutos del film, que abre con There is an end, canción que acompaña la carta anónima en su recorrido hasta el destinatario. Había que ambientar este proceso de alguna manera…
Y es la única licencia que se permite. En todos los demás casos, la música surge de la situación de los personajes y los caracteriza, dice mucho de ellos, o del momento que están viviendo. Don escucha música clásica –un réquiem para más INRI- o instrumental, en el salón de su casa, solo, a oscuras; pero al volante de su coche viaja a ritmo jamaicano por consideración de su vecino.
Las películas de Jim Jarmush tienen algo triste y bello, no en vano él se define como poeta. Suelen mostrar a alguien perdido o que no encaja en el mundo que le rodea.
Don está magníficamente interpretado por Bill Murray, quien hace un ejercicio de contención. El chándal es su atuendo durante buena parte del metraje y sólo se pone el traje cuando inicia su aventura. Maravillosas están sus partenaires femeninas, destilando encanto y saber hacer.
El director ha admitido influencias de su amigo Wim Wenders, y a mí me da por relacionar conceptualmente, que no visualmente, Flores rotas con París-Texas. Dos road-movies, dos películas atípicamente americanas en términos narrativos pero de ambiente profundamente americano. Dos héroes hieráticos llevando el peso de la película, dos paisajes que hablan por sí mismos, la importancia de la música, el gusto por los detalles, el discurrir de las escenas, y en última instancia el hecho de salir en busca de una mujer para reconciliarse con sí mismos. Si bien es verdad que difieren de tono, con tintes trágicos la última.
En definitiva, una propuesta para saborearla despacio e intensamente.
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