miércoles, 28 de marzo de 2007

'Inland empire': la pérdida del sentido de la realidad



Por Ceci Díaz


Tras una larga e interminable espera, en la cual se auguraba un desenlace catastrófico para que la última producción de Lynch se estrenase en nuestro país, al final, y me encaminaría a decir, casi por azar, Inland Empire llegó a nuestras salas.
El film trae polémica desde su estreno en el festival de Venecia, la gente se quedó perpleja ante una obra absolutamente lynchiana de tres horas de duración, que despertó las iras a más de uno. Pero la cosa no quedó ahí, después tuvo que enfrentarse a una dura y obvia guerra con las distribuidoras que se negaban a comercializarla con semejante duración, y que no veían un futuro económicamente prometedor en ella. Superados los mil y un obstáculos que la industria cinematográfica se empeña siempre en poner al director, y a tantos otros, Inland Empire salió airosa, sin duda no con la repercusión y fuerza de su precesora Mulholland Drive, pero salió.
Es de sobra sabido que a Lynch o lo amas o lo odias al extremo, no existen las medias tintas a la hora de enfrentarse a su obra. No deja indiferente a nadie, y esto es digno de una valoración positiva. Inland Empire lleva esta máxima al extremo. Sin duda, este es el film absoluto de Lynch, la compilación definitiva de su imaginario, sus formas, técnicas y visiones. En definitiva, de su mundo.
Cinco años separan Inland Empire (2006) de Mulholland Drive (2001), pero en términos creativos no están tan distanciadas como se supondría. Inland Empire se presenta casi como una continuación de la brillante Mulholland Drive en muchos aspectos. Para empezar en la temática, el cineasta retoma ese metalenguaje que tanto le caracteriza: el cine dentro del cine. La historia nos cuenta la vivencia de una actriz, interpretada genialmente por Laura Dern, a la que acaban de otorgar el papel protagonista en una nueva producción. Ésta es un remake de un film inacabado fruto de una maldición que trajo como consecuencia el misterioso asesinato de sus protagonistas. En su anterior film, Lynch nos introducía también en los estudios de Hollywood de la mano de una aspirante a actriz, esta se veía involucrada en una serie de acontecimientos extraños que rodeaban la industria cinematográfica. Por lo tanto, el director nos vuelve a dejar patente esa voluntad crítica con la industria, el modelo de Hollywood y las grandes productoras. Una crítica a ese control desmesurado que limita las obras y ningunea a los directores. Donde todas y cada una de las decisiones están medidas en términos económicos y no artísticos.
Si en Mulholland Drive la supuesta historia principal se metía a modo de sueño dentro de otra historia. En Inland Empire el bucle roza lo humanamente comprensible, al menos con un solo visionado. El metalenguaje cobra tal magnitud, que nos hallamos viendo una película sobre el rodaje de una película donde a su vez existe otra película dentro de ésta, que alguien, además de nosotros como espectadores, está viendo. Una espiral sin retorno que nos expone rotundamente los difusos límites entre la realidad y la ficción, y como una y otra se van superando a sí mismas de un modo totalmente surrealista y fascinante. Además de jugar con la figura del espectador y, por lo tanto, con la información que éste tiene. Es por ello que subyace esa voluntad de desenmascarar y dotar de importancia a los engranajes de cómo se construyen las cosas, más que el propio sentido de las cosas. Es decir, Inland Empire es una especie de ensayo cinematográfico sobre la creación: el cómo supera al qué a la hora de buscar un sentido clásico a la obra final, además de haber sido rodada con un guión abierto. Pero no por ello, se trata de un film arbitrario donde la técnica no deje lugar relevante a lo que se cuenta. De igual modo que sucedía en Mulholland Drive, todo tiene un sentido y un porqué, y absolutamente nada es casual. El film está plagado de una simbología extraordinaria que nos va lanzando claves: personajes “conciencia” (la anciana que aparece al comienzo de la película, el supuesto hijo del final, los hombres de traje, el supuesto detective…), objetos fetiche (la televisión, las puertas, los escenarios con escaleras interminables medio derruidos,…), frases clarificadoras (“¿entiendes lo que te digo?”, “todo acto tiene sus consecuencias”,…), etc. Elementos que van encajando en el puzzle lynchiano y que asemejan tanto a una obra cubista en su resultado final, como a una obra hiperrealista, vista por fragmentos. La temática, por tanto, se extrae a pedazos y poco a poco nos damos cuenta de qué se nos quiere transmitir. El miedo del miedo, la sensación desgarradora de volverse loco, de perder el sentido, la dura tarea de enfrentarse a la realidad y tener conciencia de que esa es la verdadera realidad, etc. Son temas con los que Lynch nos aplasta los cánones y lo políticamente correcto, de un modo atrayente, perverso, enigmático, terrorífico, sexual y, sobre todo, desconcertante y maquiavélico, que mantienen al espectador en vilo, sin descanso, durante tres horas.
De un modo quizás más anecdótico, el film esconde más conexiones con Mulholland Drive: desde una escena lésbica (aunque con menos intenciones “morbosas” que la protagonizada por Naomi Watts y Laura Harris), un cameo de la mencionada Harris en los créditos finales, hasta que entre el reparto de nuevo se encuentre Justin Theorux, ahora encarnando a un actor, pero siempre metido en el engranaje de las producciones cinematográficas, que parece ser el nuevo “alter ego” de David Lynch.
Pero el film, como en un principio se comentó, se puede ver como una síntesis de la obra global del polémico director, por lo que las referencias a sus anteriores trabajos son infinitas: Rabbits (2002) serie de cortometrajes, Carretera perdida (1997) y Terciopelo Azul (1986), están más que presentes en diversos aspectos y en ocasiones de modo muy obvio. Aunque, Inland Empire finalmente resulta única y original, y sobradamente potente, algo que contrasta con la poca repercusión que ha tenido hasta ahora. Lo cual anima a cuestionarse ciertos aspectos, a estas alturas ¿el espectador todavía no está preparado para tanta intensidad de una forma tan desconcertante?, ¿nos habremos amoldado de forma exagerada a un modelo masticado que incluso ya empieza a notarse en el denominado cine de autor?, ¿será que los tiempos que corren no nos dejan lugar para asistir a un espectáculo introspectivo de magnitudes dantescas? ¿O será que ya no tenemos la suficiente voluntad como para darle vueltas y más vueltas a los ítems que Lynch nos va lanzando?
Inland Empire cuestiona precisamente todo esto, pero metamorfoseándose como sólo Lynch sabe hacerlo. Una atmósfera de suspense, típica de sus obras, que abraza al espectador y no lo suelta en ningún momento, lograda no sólo por la desorientación temática, sino también por esa magistral utilización del sonido (donde la mano de Lynch está directamente vinculada), y donde por primera vez no se echa de menos a Badalamenti, pero quedan plasmadas sus enseñanzas y estilo en toda la banda sonora; y una dirección de fotografía soberbia, apabullante, que recuerda a los trabajos de la fotógrafa Diane Arbus, por lo desgarrador de la cotidianeidad que va revelando miserias humanas. Personajes perturbados, perdidos en una sociedad superficial y materialista, inscritos en un decorado que denominaríamos kitsch, y que en definitiva nos muestra lo grotesco. Personas sin rostros, manos que nos guían por la escena, figuras y siluetas, sombras, contraluces, fogonazos, etc. El sol y la sombra más contrastados que nunca, acompañando a una dirección artística de excesos que continúa ese juego de contrarios y contrastes: el barroquismo de la riqueza ostentosa, enfrentado directamente a espacios decadentes, suburbios y habitaciones propias de moteles de carretera. Físicamente la película es un laberinto donde los personajes reales y los ficticios se pierden junto con los espectadores reales y los ficticios. Donde en ocasiones, sin querer volvemos a un mismo punto fruto de la desorientación, y a partir de ahí recomienza un nuevo camino, un nuevo bucle que nunca podremos predecir dónde desembocará. Y todo esto condimentado con esa desagradable (¿por qué no?) sensación visual que otorga el formato digital elegido por Lynch (harto, según él de rodar en cine), un realismo que le aleja de la presuntuosidad y perfección de la imagen cinematográfica, pero que se aprecia coherente con la obra.
Finalmente, Inland Empire, no se queda en un espectáculo lynchiano de luces, desconciertos, y sonidos enigmáticos, un casting magnífico que resulta en un trabajo de actores realmente gratificante. Laura Dern se muestra camaleónica, fascinante, transformándose hasta cinco o más veces durante la película, incluso interpretándose a ella misma, en otra suerte de metalenguaje que llamaré actoral. Además, de un estupendo efecto que ha tenido el paso del tiempo por ella, más madura, creíble, aunque sin llegar a despojarse del todo de ese espíritu naïf y soñador que la hacen tan especial. Junto a ella un rotundo Jeremy Irons en el papel de director entusiasta; Justin Theorux que parece sustituir a Bill Pullman en personajes con ese punto seductor y atrayente. Y una sorprendente Julia Ormond en el papel de Doris, otro personaje tremendamente enigmático y desconcertante del film.
Inland Empire comienza dejando entrever el título a través de la luz intermitente y tan característica de un proyector de cine, de esta manera tan reveladora Lynch nos regala la obra más personal y experimental de su carrera. Un trabajo logrado, fascinante y denso, muy denso, plagado de incógnitas, símbolos y claves sobre el universo Lynch. Por tanto, no es sólo un film, es un diario de su imaginario, y de su especial, singular y original forma perturbadora de ver el cine, y en definitiva el mundo. Y sobre todo, un decálogo de sus dotes de genio del cine, ya que nadie, excepto él, podría transmitirlo de esa forma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

sta pagina es orrible no hay nada bueno