viernes, 23 de marzo de 2007

'Psicosis': vamos de paseo




Por Francisco de la Maza

Hacia mediados y hasta fines de los años cincuenta el cine de terror se venía alimentando de manera un poco exagerada de los monstruos de carácter sobrenatural, explotando los temores paranoicos y psicóticos a través de las criaturas más bizarras que podían venir desde los más recónditos lugares del universo. Tal es el caso de muchos filmes (algunos de ellos memorables) como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) o El ataque de los cangrejos monstruo (1957), cintas que hoy, si bien pueden ser de culto, provocan tanto terror como carcajadas. En este escenario, Alfred Hitchcock -ya entonces conocido como el maestro del suspense- se embarca en un proyecto que él mismo define como una “experiencia” en el libro que le consagró François Truffaut (El cine según Hitchcock), ya que con un presupuesto de ochocientos mil dólares (no mucho, ni siquiera para una producción de esa época) se decidió a producir y dirigir este terrorífico largometraje bajo las mismas condiciones de una producción televisiva. Y bien que lo logró, porque utilizando un equipo de televisión para rodar con mayor rapidez, y sólo haciendo más lento el rodaje en un par de escenas (como la de la ducha), logró lo que fue su mayor éxito comercial hasta esa fecha (con una recaudación cercana a los trece millones de dólares), y por si fuera poco, expuso ante millones de ojos la película que cambiaría totalmente el rumbo que, hasta ese minuto, seguía el género que pretende quitarnos el sueño.

Todo esto se debe en gran parte a que Psicosis saca a la luz una arista del terror absolutamente atípica a lo que se venía explorando hasta la época. Si bien sus antecesoras pretendían asustarnos llevando el origen del objeto del terror a lugares muy lejanos y fantásticos, Psicosis se empeña en traerlo lo más cerca posible de nosotros para insertarlo en la propia mente del ser humano, en donde menos se nos ocurriría buscarlo (en ese entonces), escondido bajo el camuflado manto de la inocencia y la timidez de un Norman Bates que a simple vista queda libre de toda sospecha.
Además, el filme no se queda sin tocar algunos de los temas más recurrentes de Hitchcock, como la relación madre hijo, y de pasada poner en relieve uno de los tabúes más sólidos de la cultura occidental y sobre todo del cine Hollywoodiense de la época: el sexo. Pero como dijo Jack el Destripador (que algún parentesco tendrá con Bates) vamos por partes.

La película comienza a construirse a partir de la historia de Marion Crane (Janet Leigh), que para la época no es ninguna santita, digámoslo, es más bien una zafada que está involucrada en una situación absolutamente inmoral como lo es el adulterio – amén-.
Podemos verla en sostenes a la hora del almuerzo, dejando de lado la comida -vemos los sándwiches intactos- para entregarse a los placeres carnales. Y hasta aquí somos meros espectadores, porque no hemos tenido ni siquiera un primer plano, ni de ella ni de su amante, y aunque se nos ha dicho poco, se nos ha mostrado bastante. Y aquí hay otro aspecto notable de la película. Este es un film de muy pocas palabras, donde la cámara y la puesta en escena tienen un papel muy importante en la narración, a veces confundiendo al espectador y otras jugando con él, pero siempre entregando mucha información.
En el minuto en que Marion tiene frente a sus narices la solución a todos sus problemas y se decide a robar los cuarenta mil dólares, bien sea porque es viernes y un fin de semana es propicio para el comienzo de una nueva vida, o por las muchas razones que Hitchcock ha insertado minuciosamente para hacernos consentir el robo - como el hecho de que el dinero sea de dudosa procedencia- la cosa cambia. Ahora somos cómplices, y con cada primer plano de nuestra protagonista logramos hacernos cada vez más partícipes del delito. Con esto, Hitchcock nos tiene justo donde nos quiere, nos hace experimentar la paranoia a partir de la posibilidad de que el jefe nos haya descubierto, nos hace sentir miedo cuando vemos el auto del policía persiguiéndonos, y así, nos maneja a su antojo.

Cuando la protagonista, acosada por sus pensamientos y obligada por la lluvia, se detiene en el motel Bates, nos encontramos ante un paisaje poco común en las películas de Hitchcock. La casa de Norman Bates. Y es que ésta nos recuerda inevitablemente a una casa embrujada, tomando inmediatamente protagonismo por su aspecto fantasmagórico - aunque ya habíamos visto un toque espectral en Vértigo, aquí estamos hablando de algo mucho más radical-, incluso antes de que arroje por su puerta a Norman. El tímido, simpático y psicópata muchacho, aficionado a los pájaros y a la taxidermia, con quien Marion tendrá una conversación donde cada uno escarba en sus propios problemas para concluir en el aparente arrepentimiento de Marion, y de paso dejar en evidencia los trastornos del pobre y reprimido propietario del motel.

No es necesario contar mucho sobre lo que sucede después, ya que habría que haber vivido unos 57 años en algún lugar incomunicado del planeta para no saber que a lo anterior se suceden: una ducha y el asesinato más manoseado de la historia del cine.
Sí cabe mencionar que el poder de esta escena hace que le quitemos atención a la que le sucede, que es tan o más importante, ya que la razón principal por la cual Alfred Hitchcock filmó la película en blanco y negro fue para que la sangre se viera como manchas negras, y es en esta escena donde se justifica la opción. En el diccionario hitchcockiano de símbolos, la mancha es un mecanismo de transferencia de culpa. Hay un ejemplo muy claro de esto en El Hombre que Sabía Demasiado, film anterior del director, en donde hay una escena en que un hombre maquillado de negro muere en los brazos de James Steward, haciendo que las manos de este último queden manchadas con el maquillaje. En ese minuto él queda atrapado, no tiene más salida que involucrarse en una conspiración de carácter internacional. En Psicosis, cuando Norman limpia las manchas de sangre del baño, está limpiando su propia conciencia, sus culpas. Por otro lado y mientras tanto, nosotros nos acomodamos, aceptamos nuestro destino, y por ende ayudamos a que éste ocurra, todo en un drástico cambio de perspectiva que nos hace ahora cómplices de Norman.

Cabe a estas alturas mencionar que el reparto está muy bien en su trabajo, empezando por Anthony Perkins, quien, según dicen, quedaría marcado para siempre con este personaje – a pesar de haber participado después en otra obra maestra como El Proceso-, participando en la mayoría de los proyectos posteriores que tuvieron que ver con Psicosis. Pero nunca estuvo tan bien como aquí, donde con un aire absolutamente inofensivo, logra una interpretación soberbia del lobo con piel de oveja.
En cuanto a Janet Leigh, está notable en un papel clave, ya que con este filme Hitchcock rompía el tabú de que la estrella, se quedase o no con el héroe, estuviese viva hasta el final de la película.
Los personajes no se sujetan al típico esquema de buenos y malos, son más bien personas con problemas reales, con bastante más miserias que grandezas. Pero a pesar de lo bien que están las actuaciones, quizás lo único que se le pueda criticar al filme radica precisamente en algunos de los personajes, y es que una vez nuestra protagonista está sumergida bajo las negras aguas, entran rápidamente en escena: el amante de Marion (John Gavin), la hermana (Vera Miles) y el detective Arbogast (Martin Balsam). Éstos no están tan desarrollados como Marion y Norman, además, la película no se explaya mucho con ellos, haciendo que el tramo final parezca en cierta medida un poco forzado, con la pistas del tipo papelito en el W.C., que son las que les encantan a los “verosímiles” amigos de Hitchcock, y aunque es probablemente lo único que se puede considerar como una debilidad, el buen trabajo de A. Perkins, sumado al nivel de pulcritud que alcanzan aquí todos los elementos presentes en una película, hacen que esta carencia pase a segundo plano.

La película contiene todos los rasgos hitchcockianos. Tenemos la mujer rubia, la represión sexual y la ya mencionada relación entre madre e hijo (temas freudianos recurrentes en su filmografía), el humor negro, el MacGuffin (los 40 mil dólares), el falso culpable, los asesinatos, y sobre todo la maestría con la que Hitchcock es capaz de generar suspense sin necesidad de recurrir a lo explícito (ni siquiera en la escena de la ducha).
Mención aparte merecen la fotografía en blanco y negro a cargo de John L. Rusell, que le confiere a la película un tono general más oscuro y lúgubre dotándola de un terror adicional que realza el misterio y la claustrofobia en el ambiente de muchas escenas (en especial las del motel Bates). La banda sonora de Bernard Herrmann (únicamente de cuerda) acompaña perfectamente a las imágenes, ya que más que sugiriendo, va advirtiendo de el peligro que se acerca, para alcanzar sus cotas más estridentes en las escenas donde la demencia se hace explícita (como la de la ducha o el descubrimiento del cadáver de la madre). Es con esto un claro ejemplo de lo que la música supone para el cine, hay una compenetración tan lograda entre Herrmann y Hitchcock que recordar esta película implica recordar su banda sonora.
Sobre los créditos de Saul Bass, hay que mencionar que haciendo uso casi únicamente de barras grises sobre fondo negro -de las cuales se van extrayendo los nombres de los protagonistas- logra transmitir muy bien lo que será la atmósfera del film, ya que el diseño, además de tener los colores de la película, se va encajando perfectamente con los acordes de la banda sonora, dándonos un claro aviso de la gravedad y la tensión de lo que luego vamos a presenciar.

Para resumir, si es que se puede, Psicosis es una observación de la paranoia y un estudio de la personalidad turbada de un hombre aparentemente inofensivo, donde la represión sexual es el origen de la maldad en su forma más pura. La casa de Norman, la habitación de la madre en el piso superior y el subterráneo,
son espacios físicos donde se oculta el mal, lugares donde el sexo (no olvidemos, el mecanismo de reproducción humana) está callado, embalsamado y el motel es un espacio que se presta precisamente para llevar a cabo actos inmorales como el adulterio (no por nada la película empieza en un motel con un acto de este tipo). La película es una experiencia donde el director, además de dirigir la obra, dirige al público, haciéndonos experimentar las sensaciones de los protagonistas tanto desde la observación como desde la participación, un verdadero paseo donde Alfred Hitchcock nos lleva por donde él quiere. En todo caso y desde cualquiera de estos puntos de vista es una obra muy compleja, donde se requiere que estemos alerta a detalles aparentemente insignificantes. Nada es casual y tras cada movimiento, frase o cualquier elemento hay algo que contribuye, la mayoría de las veces subliminalmente, a la ambientación del film: los colores (o bien el hecho de que sea en blanco y negro), los reflejos, el orden secuencial, los diálogos aparentemente triviales, etc.
Cabe destacar el monólogo de la escena final (la “madre” de Norman y la mosca), perfecto para cerrar la sublime, excitante, alucinante, soberbia, excelsa, gloriosa, deslumbrante, memorable, imborrable, maravillosa, única e inefable experiencia que supone ver esta aventajada, brillante y grandiosa obra maestra.

¿Qué más? Increíble, magistral y hordas de adjetivos pomposos (muchos que desconozco, pero de los que sin duda Quim Casas habrá leído).

1 comentario:

Elena Vallés dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=_OqIxes1GUY